A la iglesia de Cristo congregada en Little Prescot Street, Goodman’s Fields, Londres, Inglaterra.
“Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos; de modo que sirvamos en novedad de espíritu, y no en la vejez de la letra.” Romanos 7:6
Amados en el Señor, ya han escuchado desde el púlpito la esencia del siguiente ensayo; y a petición de ustedes, ahora se hace público. Debe admitirse que el tema es sumamente interesante; pero, en cuanto a su ejecución, ustedes y mis lectores en general deberán juzgar. No obstante, me atrevo a afirmar esto: que conocer experimentalmente las verdades que contiene es ser verdaderamente sabio; y vivir bajo su sagrada influencia, disfrutando de las consolaciones que de ellas provienen, es ser sustancialmente feliz. Confío en que siempre considerarán su deber indispensable y su bendición inestimable el mantener firme la forma de las sanas palabras y preservar la verdad tal como es en Jesús (Efesios 4:21). Entonces, mientras algunos profesantes de la doctrina evangélica se inclinan hacia la legalidad arminiana, y otros hacia la licencia antinomiana, será su dicha ser preservados de esos extremos amplios y fatales, de modo que, mientras afirmen con firmeza los honores de la gracia en la salvación de los pecadores, no descuiden los intereses de la santidad; que mientras se deleiten en el evangelio como la palabra de salvación y el alimento de sus almas, veneren la ley como el reflejo de la voluntad de su Hacedor y la regla de su obediencia a Él.
Les convendrá recordar que el verdadero honor y la auténtica excelencia de una iglesia cristiana no consisten en el número o la riqueza de sus miembros, ni en nada que pueda deslumbrar la vista o merecer el respeto de observadores superficiales, sino en su adhesión cordial a las verdades del evangelio y a las ordenanzas de Cristo en su pureza primitiva; en el ejercicio de un amor mutuo y ferviente entre sus miembros; y en una conversación santa, celestial y útil. Estos constituyen la principal gloria de una iglesia. En la medida en que estos abundan, el Redentor es honrado y los creyentes son edificados. En la medida en que estos disminuyen, la gloria se desvanece y los intereses de la religión declinan.
Que puedan tener un conocimiento creciente de la verdad divina en todas sus ramas, y un afecto creciente los unos por los otros por causa de la verdad; que la vida, el fervor y la amable sencillez del cristianismo primitivo sean visibles en su adoración y conducta; que la fe abunde en sus corazones, y los frutos de la justicia adornen su conversación, es el sincero deseo y la ferviente oración de
Su afectuoso amigo y siervo dispuesto en el evangelio de nuestro común Señor,
A. Booth, 18 de julio de 1770
Un Ensayo sobre Gálatas 2:19
"Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios."
Las palabras que contienen el importante tema del siguiente ensayo forman parte de aquella epístola que fue escrita por Pablo a las iglesias de Galacia. No será impropio, a modo de introducción, observar que en su carta a esas iglesias tenemos una antigua pieza de controversia sagrada, y que la verdad defendida en ella es de sumo interés. Porque la gran cuestión debatida aquí es, en palabras de Job, "¿Cómo se justificará el hombre con Dios?" (Job 9:2). En el manejo de esa controversia, el gran apóstol procede, bajo la dirección de la inspiración, con todo el fuego del celo piadoso (Gál 3:1), con todo el afecto de un padre tierno (Gál 4:19), con toda la mansedumbre de la sabiduría celestial (Stg 3:13), y no diré con toda la precisión de la disputa lógica, sino, lo que es infinitamente superior, con toda la certeza de la infalibilidad.
Pablo fue un trabajador incansable en la viña de Jesucristo y un predicador exitoso del evangelio eterno. Fue abundantemente útil en la ejecución de su oficio apostólico, convirtiendo a multitudes de pecadores de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios. Sin embargo, después de todos sus incansables esfuerzos y de su éxito sin igual, no se atribuyó a sí mismo la más mínima parte del honor. Su lenguaje es: "Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1 Co 15:10). Tampoco rehusaba reconocer después de todos los sufrimientos que había soportado y de todas las obras que había realizado por amor a su divino Maestro que, como santo, era el menor de todos; pero como pecador, el primero y el principal (Ef 3:8; 1 Ti 1:15).
Perfectamente consciente de que era absolutamente indigno ante los ojos de su Creador, y de que su esperanza no tenía otro apoyo que la gracia soberana revelada en Jesús; estando bien familiarizado con la pureza infinita de un Dios justo y las sublimes demandas de Su santa Ley; no podía aceptar ningún término de aceptación, ni conformarse con doctrina alguna, que no proveyera tanto para el honor de la justicia divina como para la seguridad del alma culpable; que no mantuviera los derechos de una Ley santa y mostrara las riquezas de una gracia sin límites.
Tal era la fe que poseía y tal era la doctrina que predicaba. Estas verdades fueron difundidas por él entre los gálatas, y con un considerable grado de éxito. Pecadores fueron convertidos y se formaron iglesias en Galacia mediante la instrumentalidad de este excelente hombre.
Durante algún tiempo, vivieron en paz mutua y consideraron la doctrina que Pablo les había enseñado como de origen celestial. Se regocijaban en la esperanza; corrían bien (Gál 5:7) y parecían encaminados a obtener el premio. ¡Tales eran sus felices circunstancias durante algún tiempo después de haber recibido el evangelio! Pero, ¡ay!, cuán pronto cambió el panorama (Gál 1:6). ¡Cuán pronto, para muchos de ellos, se oscurecieron sus conceptos acerca de la gracia de Dios y de su justificación ante Él! Porque Satanás, aquel archienemigo de Dios y del hombre, pronto comenzó a sembrar las semillas del error destructivo, y a levantar instrumentos para propagar un evangelio pervertido. Se transformó en ángel de luz y alegó la necesidad de la obediencia a la Ley para ser aceptos ante Dios. Así fueron engañados, bajo el aparente pretexto de mayor santidad y de un celo extraordinario por los mandamientos divinos. Pablo había descrito la justicia de Cristo como lo único necesario para la justificación de los pecadores, y ellos la habían considerado como el único fundamento de su esperanza. Pero empezaron a temer confiar solamente en ello, suponiéndolo insuficiente.
Fueron enseñados por los falsos apóstoles, y persuadidos en sus propios corazones engañados, de que era necesario buscar una ayuda suplementaria en sus propios deberes. Esta doctrina, tan halagadora para su vanidad, tan favorable para la presunta valía humana, y que no implicaba una abierta negación de Cristo y Su obra, la recibieron con toda prontitud. Porque resulta mucho más agradable al orgullo natural, y un modo mucho más popular de buscar aceptación ante Dios, usar nuestra propia habilidad y ejercer nuestros propios esfuerzos como colaboradores con la gracia divina y con el gran Redentor, que confiar enteramente en la justicia de otro y depender absolutamente de una ayuda ajena e inmerecida.
Por tanto, emprendieron una vana búsqueda de la felicidad mediante este método plausible y complaciente para sí mismos, pero engañoso. Se aferraron a la Ley. Confiaron en sus propios deberes, como copartícipes con Jesús, en la realización de la mayor de todas las obras, en la obtención de la más noble de todas las bendiciones: su justificación ante el Todopoderoso. Las terribles consecuencias de esto fueron: abrazaron otro evangelio, anularon la necesidad de la muerte de nuestro Señor y, en efecto, renunciaron a todo interés en Él (Gál 1:6; 2:21; 5:2, 4). Con tal proceder, se hicieron deudores de toda la Ley y quedaron sujetos a su temible maldición (Gál 5:3; 3:10). Además, al haber desechado la gloriosa verdad que Pablo predicaba, difamaron su carácter, rompieron su comunión y lo trataron como enemigo (Gál 4:16).
¡Tales fueron los efectos malignos de recibir un evangelio corrompido! Estos efectos el buen apóstol los contempló con una mezcla de indignación y de tristeza. Contra sus errores destructivos y fatales, por tanto, toma la pluma y presenta una firme resistencia. Considera a los falsos apóstoles como sus peores enemigos y como especialmente malditos por Dios (Gál 1:8 9). Hizo evidente, mediante una oposición decidida a sus doctrinas plausibles y predominantes, que cuando se corrompen las verdades capitales del evangelio, se hiere la paz del cristiano y se pone en peligro el alma de los hombres, él no temía la horrible acusación ni el clamor popular de fanatismo por su propio camino, ni de temeridad o falta de caridad hacia otros.
En este aspecto, como en su conducta ministerial en general, es digno de imitación por todos los siervos de Cristo que le sucedan. Porque, aunque es su deber indispensable hablar la verdad en amor y seguir la paz con todos los hombres, cuando las grandes doctrinas de la revelación divina son pervertidas o negadas, entonces son llamados por la providencia, entonces son requeridos por el mandato de Dios y por el amor que profesan al Señor Redentor, a contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos (Judas 1:3). Y no deben tener en cuenta las personas de los hombres, ni temer las consecuencias que puedan derivarse de una defensa celosa y prudente de la verdad.
¡Cuán feliz habría sido para la iglesia de Cristo en los tiempos posteriores si los errores defendidos y propagados por los antiguos maestros judaizantes hubiesen cesado de existir desde que sus enérgicos partidarios abandonaron la escena de acción! Pero, ¡ay!, el mismo temperamento y espíritu continúan aún, y todavía prevalecen. Es cierto que los nombres han cambiado, y los términos de la cuestión entonces debatida han sido alterados considerablemente. Hoy, ninguno que profese el cristianismo pretende mantener la necesidad de la circuncisión para ser acepto ante Dios. Ese rito es universalmente estimado como obsoleto, aunque algunos en la antigüedad lo consideraban de gran importancia incluso bajo la economía cristiana. No obstante, el mismo principio sobre el cual los cristianos judaizantes sostenían la necesidad de la circuncisión sigue vigente y actúa de diversas maneras.
La gran cuestión entonces era: ¿En qué consiste esa justicia por la cual un pecador puede ser justificado ante Dios? Y el artículo en controversia entre Pablo y sus opositores era: ¿La obediencia de Cristo, sin ninguna adición, constituía esa misma justicia? ¿O era necesario algún acto o esfuerzo propio para alcanzar ese propósito tan importante? Pablo sostuvo lo primero; los celosos judíos, lo segundo. A este solo punto pueden reducirse las disputas de Pablo con los engañados gálatas respecto al artículo de la justificación, como resulta evidente a partir del contenido de su epístola.
Puesto que la misma disputa continúa aún en el mundo, y dado que las palabras que sirven de base para el presente ensayo están admirablemente adaptadas para arrojar luz sobre este asunto tan interesante, quizá no sea una ocupación desagradable, y tal vez tampoco infructuosa, considerar las ideas principales que contienen. ¡Que el Espíritu infalible ilumine la mente y guíe la pluma del escritor, para que no resulte ser un ignorante defensor del error, sino un bien informado abogado de la verdad! ¡Que el mismo Guía infalible sonría sobre este débil intento para el bien del lector, a fin de que las mentes de los ignorantes sean instruidas, las conciencias de los no despertados sean alarmadas, los corazones de los desconsolados sean consolados, y la verdadera santidad sea promovida en todos aquellos en cuyas manos lleguen estas páginas!
Nuestra primera pregunta debe ser: ¿De qué ley habla el apóstol cuando dice: “Yo… soy muerto para la ley” (Gál 2:19)? Para esta pregunta podemos hallar respuesta consultando el contexto. Tenemos la más alta razón para concluir que la ley mencionada aquí es la misma a la que se refiere repetidamente en el versículo dieciséis de este capítulo: “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gál 2:16; véase también Rom 3:20).
Ahora bien, es evidente que se trata de la Ley Moral, hacia la cual universalmente estamos inclinados a mirar en busca de justificación y vida, aunque por medio de ella nunca podamos obtener esas bendiciones invaluables. Cuando un pecador es despertado de su seguridad carnal y su conciencia es alarmada por un sentido de culpa, naturalmente vuelve su mirada hacia algunos ejercicios devotos y penitentes de su corazón, o hacia algunas acciones piadosas y benéficas de su vida. Algunas realizaciones o esfuerzos propios captan su atención y le ofrecen un apoyo engañoso para su esperanza. “¿Qué debo hacer para ser salvo?” es su lenguaje.
De esto estaba perfectamente informado el apóstol. Por eso afirma repetidamente: “Por las obras de la ley nadie será justificado”. Este es un artículo de gran importancia, y dado que la inclinación legalista de nuestras mentes fácilmente nos extravía, no se contenta con afirmar simplemente que no podemos ser justificados por ella, sino que también expone la razón, afirmando que es imposible que la Ley justifique a algún hombre porque se ha vuelto débil por causa de la carne (Rom 8:3), es decir, por la corrupción de la naturaleza. La depravación humana hace absolutamente impracticable una conformidad personal perfecta con la Ley divina; y, sin una obediencia completa, la justificación por ella es absolutamente imposible.
Que se trata de la Ley Moral queda claro por la oposición que existe entre las obras de esa ley de las que él habla y la fe de Jesús: “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo”. Ahora bien, aquella ley y sus obras, a las cuales la fe de Cristo es directamente opuesta debe ser la Ley Moral, porque las instituciones ceremoniales contenían una parte principal del evangelio de la iglesia antigua. Cristo, en su persona y oficios; Cristo, en su gracia y obra, era prefigurado y significado en ellas. A Él se referían invariablemente, y en Él hallaban su cumplimiento final.
Sí, creyente, ese mismo Jesús a quien amas y adoras, y esa misma gracia en la que confías y te regocijas, fueron exhibidos en ritos típicos como la esperanza de los pecadores culpables y como el gozo de los santos iluminados. Por consiguiente, no puede considerarse que el apóstol contraste la ley ceremonial con Cristo y la fe en Él. Se sigue, por tanto, que se refiere a la Ley Moral cuando dice: “Yo soy muerto para la ley”; pues esta puede, con toda propiedad, ser colocada en tal contraste. Esta Ley y las obras de ella son directamente opuestas a la gracia y a la fe en un Redentor, pues no hace el más mínimo descubrimiento consolador al pecador miserable. No conoce la misericordia perdonadora. No dice palabra alguna acerca de sangre expiatoria. Siendo la fórmula de aquel pacto hecho con el hombre en estado de inocencia, no hace la menor reducción en cuanto al deber, ni ofrece la más mínima provisión de misericordia en caso de fracaso. Su demanda constante es la obediencia perfecta, obediencia personal y perpetua. Toda misericordia que el pecador necesita, toda bendición que Dios concede, están provistas en otro pacto; se dispensan de otra manera.
Que se trata aquí de la Ley Moral se confirma mediante un pasaje paralelo en los escritos de Pablo, relacionado, como aquí, con su propia experiencia. “Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí” (Rom 7:9). “Vivía”: me suponía justo y me creía seguro, en virtud de mi propia obediencia. Pero entonces estaba “sin la ley”: lejos de estar consciente de su vasto alcance y de sus elevadas exigencias. Porque cuando el mandamiento vino, iluminando mi entendimiento en su pureza y operando en mi conciencia con poder, el pecado revivió, y morí a toda esperanza de justicia propia. Así, la letra, la Ley escrita con el dedo de Dios en tablas de piedra, mata, como afirma el autor infalible en otra epístola (2 Co 3:3, 6). Tal, entonces, es la Ley a la cual el apóstol estaba muerto.
Por extraño que pueda parecer esta doctrina a cualquier profesante autosuficiente, podemos afirmar que ningún hombre después de todas sus resoluciones y esfuerzos podrá jamás experimentar un sentido de perdón ni gozar de paz en su conciencia, ni vivir para Dios en santa obediencia aquí, ni tener una esperanza bien fundada de gloria en el futuro, hasta que sepa lo que es estar muerto para la Ley. Esta verdad procuraré probar e ilustrar en las páginas siguientes.
La Ley Moral puede considerarse ya sea como un pacto de obras o como una regla de conducta. En este último sentido, es tan inmutable como la relación entre Dios y el hombre en la que se fundamenta, y por tanto, nunca debe ser despreciada, como procuraré demostrar en su debido lugar. Como pacto de obras, debe considerarse no solo como un precepto de deber, sino también como una promesa de recompensa bajo la condición de obediencia perfecta, y como un pacto guardado por una sanción penal que denuncia la muerte eterna contra todo transgresor. Ahora bien, es a la Ley considerada de esta manera a la que el apóstol dice: “Estoy muerto.” Cuando una persona es descrita como muerta para la Ley, se da a entender que en algún momento estuvo viva para ella; que sus anteriores esperanzas de justificación y vida mediante ella ahora están extintas; y que, como pacto, ha dejado de tener exigencias sobre él o de pronunciar amenazas contra él.
Haremos del primero de estos puntos el tema de nuestra indagación en esta sección. Cuando el apóstol dice: “Estoy muerto para la ley”, la expresión implica que en algún momento estuvo vivo para ella. La muerte es la privación de la vida. Por tanto, ningún hombre puede ser considerado propiamente como muerto para la Ley si nunca estuvo vivo para ella. Antes de la regeneración, todos los hombres están vivos para la Ley; en otras palabras, buscan la justificación por medio de ella. Sus esperanzas se fundan en ella, sus expectativas de aceptación ante Dios y de vida eterna surgen de su obediencia a ella. Tales son las esperanzas de todo hombre no regenerado.
Este es el camino que la naturaleza enseña; este es el método que el orgullo fomenta. El hombre, siendo originalmente formado para el Pacto de Obras y capacitado para vivir mediante su propia justicia, dotado de facultades para perseverar en santidad y disfrutar de la felicidad bajo tal constitución, no es de extrañar que, en su estado caído y no regenerado, no tenga concepción alguna de vivir para Dios ni de obtener salvación mediante un pacto de naturaleza completamente diferente. Nuestros primeros padres mientras fueron inocentes no necesitaron de la provisión misericordiosa que se ha hecho para los pecadores en el Pacto de Gracia, y por tanto no les fue revelada. En consecuencia, después de la Caída, no pudieron tener concepto de tal cosa, salvo en la medida en que el gran Creador se dignara revelarla.
Ahora bien, dado que toda la raza humana desciende de aquella pareja apóstata, y nosotros, descendiendo de ellos como formados para un pacto de obras y como transgresores de este, no solo heredamos una naturaleza corrupta de ellos y estamos expuestos a la ira divina (Ef 2:3), sino que, cuando la razón empieza a operar, naturalmente nos aferramos al pacto legal, como a aquello que se acomoda al débil resplandor de la luz natural y a los principios sobre los que actuamos. Aunque nada sino amarga desilusión ha acompañado los esfuerzos del hombre en este camino, cuando la culpa aflige su conciencia, al no conocer otro apoyo contra la desesperación, su orgullo aún lo halaga con la perspectiva de un mejor éxito mediante nuevos esfuerzos.
Sí, tan pronto como somos conscientes de la culpa y nos alarmamos con el temor de una ruina inminente, huimos a la Ley en busca de alivio. El dolor por las transgresiones pasadas y la obediencia sincera para el futuro el abandono de nuestras malas costumbres y la adopción de una profesión religiosa son considerados los medios más probables para obtener el perdón de los pecados y la salvación de nuestras almas inmortales: especialmente si tenemos algún respeto por la misericordia general de Dios y un respeto parcial hacia la expiación de Cristo, como si esta supliese plenamente los defectos de nuestra obediencia, o como si inclinara a la Deidad a hacer concesiones apropiadas y a ser propicia hacia nosotros en lo que respecta a nuestras muchas inevitables debilidades. Estamos prontos a imaginar que, dado que la Ley exige obediencia y promete recompensa a quien la cumple, un esfuerzo sincero por hacer lo mejor posible en nuestras circunstancias actuales (aunque apenas podamos esperar alcanzar la perfección) será benignamente considerado por un Dios misericordioso, considerado como una prueba indudable de un corazón recto y como un fundamento suficiente para aplicarnos los méritos de Jesucristo.
Así, convertimos nuestros bienintencionados esfuerzos por obedecer la Ley en una especie de pedestal sobre el cual puedan erigirse la misericordia general de Dios y el mérito condicional de Cristo para exhibirse ventajosamente, recompensando a los dignos y distinguiendo a aquellos que ya se han distinguido como observadores de la Ley y amigos de la piedad. En caso de recaer en ofensas escandalosas, quienes están vivos para la Ley suponen que el remedio es obvio. Concluyen prontamente que debe añadirse algo en especie, número o grado a sus ejercicios penitenciales y religiosos por ejemplo, lamentarse con mayor amargura, orar con mayor fervor, dar limosnas con mayor liberalidad y cumplir con cada deber religioso con mayor puntualidad y mayor celo. Así piensan conmutar con la justicia divina, o saldar sus deudas mediante sus deberes.
Como consecuencia de tal proceder, o bien se envanecen con el orgullo farisaico o bien se abruman con temores desesperanzados: con orgullo farisaico cuando se hallan poseídos de una alta opinión sobre la excelencia de sus deberes y sobre la seguridad de su estado. Cuando se imaginan haber cumplido las condiciones requeridas, sean mayores o menores, no pueden sino felicitarse por sus logros en santidad y por las gloriosas perspectivas que tienen ante sí. Su libre albedrío y la fuerza de sus poderes morales son el ídolo ante el cual se inclinan. Ofrecen sacrificio a su red y queman incienso a su red (Hab 1:16). Miran con desprecio altivo a la masa común de la humanidad, preguntándose cómo criaturas de naturaleza inmortal pueden actuar de manera tan innoble y por debajo de la dignidad humana, y por qué no afirman su dignidad nativa como seres racionales y cumplen mejor su función como agentes morales. Suponen que solo se requiere una buena resolución en el inmoral y profano para abandonar sus caminos más viles, adquirir hábitos virtuosos, cumplir las condiciones requeridas para la felicidad eterna y, finalmente, recibir la recompensa prometida.
O bien, admitiendo que tales personas reconozcan su dependencia de la asistencia divina para adquirir hábitos virtuosos, para realizar actos justos y para diferenciarse de otros e incluso de su antiguo yo; sin embargo, mientras miren a estas cualidades santas y hechos de justicia como si fueran, en alguna medida, la causa o condición de su aceptación ante Dios o de su interés en Jesucristo, siguen estando vivos para la Ley y obligados a cumplir toda ella. Por muy amables que sean en su carácter y conducta entre sus semejantes, por mucho que se complazcan en sí mismos o sean aplaudidos por otros, su estado, a los ojos del cielo, es el mismo que el de aquel en la parábola que decía: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres” (Lc 18:11). La culpa agravada y el error fatal de este fariseo no consistieron meramente, ni principalmente, en preferir su estado al de otros hombres en general, o al del publicano en particular; pues expresamente reconocía su obligación a la gracia preveniente y asistente que le había permitido evitar los pecados y practicar los deberes que mencionaba. Ciertamente, no puede considerarse un crimen tan agravado que una persona de carácter religioso y conducta decorosa, al reflexionar sobre las prácticas viciosas de muchos, diga: “Dios, te doy gracias porque no soy culpable de tan enormes crímenes, porque no he sido abandonado a tales malas conductas ni he perdido todo sentido de las cosas divinas. Reconozco que las semillas de esas abominables iniquidades están profundamente sembradas en mi naturaleza, y que no hayan brotado con tal malignidad se debe a tu gracia restrictiva.” Tal lenguaje puede ser utilizado tanto por el cristiano más humilde como por el santo más eminente sin que haya motivo de reproche.
La falta, el terrible error del fariseo, consistió principalmente en confiar en esa diferencia, en apoyarse en esa preferencia, en el importante asunto de la justificación ante el Dios tremendo. Aquí es donde fue culpable como un jactancioso extravagante. Aquí es donde fue condenable como un vil transgresor. Porque, cualquiera que fuera su valor comparativo ante los hombres, en el asunto trascendental de la aceptación ante su Creador ofendido, debía haberse considerado a sí mismo en el mismo nivel que el peor de los publicanos y el más abandonado de los malhechores. Siendo pecador, debía haberse visto como sin otra justicia en la cual confiar, que aquella que fuera suficiente para sus propias necesidades y capaz de traer salvación a sus almas, si se les aplicara, pues en ese asunto supremo, el Soberano eterno no reconoce nada que no sea una justicia absolutamente perfecta. Pero de tal justicia carecía tanto el fariseo como el publicano. Porque, cualquiera sea la diferencia que exista entre hombre y hombre respecto a su carácter moral y sus obras religiosas, no tiene la menor relevancia en su justificación. De esto, el pobre autojustificador estaba ignorante; porque, aunque no pretendía ser naturalmente mejor que los demás, ni afirmaba que sus obras fueran meritorias o realizadas en su propia fuerza, sin embargo suponía que había, con la ayuda de la gracia, cumplido la condición de la cual dependía el perdón de sus ofensas y su aceptación ante Dios.
Tal era el estado de este fariseo; y tales son, en su mejor aspecto, las esperanzas de todos los que están vivos para la Ley. Cuando piensan en comparecer ante el gran Juez del mundo, recurren a sus propios santos deseos y piadosos esfuerzos para aliviar sus mentes ansiosas. De esta manera es como obtienen su paz de conciencia, en la medida en que la tienen. Este es el método que emplean para procurar y conservar su paz con aquel Ser soberano, cuya majestad han ofendido y cuyas leyes han quebrantado. A la Ley apelan, y por ella deben mantenerse o caer.
Cuando, por otro lado, este camino para buscar consuelo no logra proporcionar alivio, cuando la reflexión sobre sus acciones piadosas y ejercicios penitenciales no produce consuelo alguno, entonces el sentido de culpa los abruma con temores desesperanzados. El Pacto de Gracia, con todas sus promesas alentadoras, y la sangre de Emanuel, con toda su eficacia expiatoria, son ignorados o, si no completamente ignorados, no les ofrecen paz mientras estén vivos para la Ley. Porque, así como solo conocen la justicia de la Ley, así también desean ser hallados en esa justicia. Es en ella en la que principalmente confían; y, sin ella, consideran todo lo demás como insuficiente. Pueden estar persuadidos de que, dado que su propia obediencia es sumamente imperfecta, no pueden salvarse sin alguna ayuda de Aquel que colgó en la cruz, o sin alguna indulgencia misericordiosa de parte de Dios. Pero, al mismo tiempo, ni la expiación de Cristo ni la misericordia del cielo sostendrán sus mentes más allá de lo que ellos mismos supongan haber cumplido con la condición o haber alcanzado los términos sobre los cuales imaginan que tal ayuda es concedida y tal misericordia ejercida. De modo que todas sus esperanzas y todos sus consuelos, en última instancia, se reducen a sus propios deberes, a aquello por lo cual se creen diferentes de los completamente indignos y viles.
De aquí es evidente que la paz de conciencia que tales personas disfrutan se funda en su ignorancia del mal del pecado y de la ira que este merece. Por tanto, cuando en algún momento su tremenda gravedad se manifiesta más claramente de lo habitual, sus conciencias se ven presionadas por la culpa y torturadas por el terror. El asombro se apodera de sus mentes y el horror hiela su sangre. Su clamor es: “¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas?” (Isaías 33:14). Sí, si no se administra a sus conciencias algún nuevo narcótico, o si el Espíritu de Dios no los separa de la Ley y les muestra un mejor pacto, sus almas elegirán la muerte antes que la vida. Tal es el estado del pecador que está vivo para la Ley, cuando la culpa abruma el alma y la conciencia agudiza su aguijón.
Que el transgresor descuidado y el profesante autosuficiente consideren su estado y reflexionen sobre estos hechos alarmantes. Sea uno u otro mi lector, su estado es peligroso. ¿Es uno de esos mortales despreocupados cuyo tiempo se consume en proveer para la vida presente y en satisfacer los deseos de la carne? No está menos bajo la Ley; no está menos sujeto a su terrible maldición, aunque jamás piense en ello. Pero, ¿puedes descansar, pecador inconsiderado? ¿Puedes estar satisfecho en tal condición? ¿Puedes imaginar que tu Creador todopoderoso y Juez supremo será eternamente tan olvidadizo de ti como tú ahora eres de Él y de Su culto? ¿Puede el Omnisciente pasarte por alto? ¿O puede Aquel que declara: “de ningún modo tendrá por inocente al culpable” (Éxodo 34:7), permitirte pecar con impunidad? ¡No! Mientras su naturaleza sea santa y su Palabra sea verdadera, mientras odie el pecado y tenga poder para castigar, ¡no puede ser! Puede que duermas en tus pecados por un tiempo, pero si la gracia no lo impide, tu condenación no dormirá (2 Pedro 2:3). Y en verdad será terrible tu condición si continúas durmiendo hasta que fuego y azufre te despierten. “Entended ahora esto, los que os olvidáis de Dios, no sea que os despedace, y no haya quien os libre” (Salmo 50:22).
El hombre rico en la parábola (Lucas 16:20 31), estando en el infierno, alzó sus ojos; y entonces se abrieron sus ojos. Los placeres hechizantes del mundo habían adormecido su conciencia. Su elevada posición en la vida fomentaba continuamente su vanidad y le permitía entregarse a los lujos de los sentidos. Las cosas terrenales absorbieron toda su atención, ocuparon toda su vida y no le dejaron tiempo para pensar en el estado de su alma ni en el Dios que lo creó. El camino descendente por el que caminaba, siendo ancho, fácil y frecuentado, no le llevó a considerar su destino final hasta que sus breves momentos se agotaron por completo y su estado fue absolutamente desesperado. Así llegó a ser un alma condenada y lo perdió todo antes de percatarse de su peligro. ¡Cuídate, lector, no sea este tu caso! Que los hijos de este mundo y los amantes de los placeres carnales sean eficazmente advertidos por esta terrible catástrofe de su desgraciado hermano, para que no lleguen al mismo lugar de negra desesperación y tormento sin fin.
¿O acaso mi lector es una persona seria, poseedora de una preocupación constante por su alma inmortal? Permíteme preguntarte: ¿Estás vivo para la Ley y buscas, mediante tu propia obediencia, obtener aceptación ante el Dios alto y santo? Si es así, ¡oye tu destino! ¡Contempla tu peligro! Porque así determina el propio Legislador: “Todos los que dependen de las obras de la ley están” ¿qué? ¿Perdonados? ¿Aceptados? ¿Bendecidos? ¡Lejos de ello! Están, por el contrario, “bajo maldición” (Gálatas 3:10). “¡Asombroso!”, dirá alguno. “Que los rebeldes declarados contra Dios y los transgresores abiertos de Su Ley aquellos que publican sus pecados como Sodoma y no los ocultan como Gomorra estén bajo maldición parece equitativo. Pero que personas que dependen de las obras de la Ley; que se esfuerzan sinceramente por cumplir sus mandamientos, y que buscan en este modo racional y popular su aceptación y vida eterna; que tales personas estén en tan espantosa situación, es casi inconcebible y sumamente irrazonable”.
A lo cual puede replicarse: “Ah, quienes son de las obras de la Ley están bajo ella como un pacto. Y como tal, exige obediencia perfecta; y obediencia perfecta debe tener, o no habrá justificación por ella”. Ahora bien, el apóstol, en este pasaje alarmante, da por sentado que todo hombre ha ofendido y quebrantado la Ley. En consecuencia, aquellos que están bajo ella como un pacto, al no haber evitado todo pecado ni cumplido todo deber, están expuestos a su sanción penal y esta proclama una maldición contra ellos. Así que la terrible declaración es el lenguaje de estricta propiedad, es la voz misma de la verdad.
¿Cuántas veces deberá declarar el Altísimo que ninguna carne, que ningún mortal será justificado delante de Dios por las obras de la Ley o por su propia obediencia a ella, antes de que creas en la solemne afirmación o aceptes la humillante verdad? ¿Es tan pequeña la condición de tu justificación, o tan grande tu capacidad, que nada bastará sino que debas cumplirla tú mismo? ¡Recuerda, mortales engañados! Recuerden que el perdón de los pecados es una bendición tan inmensamente rica, la aceptación ante Dios es un favor tan extremadamente elevado, que si todo el ganado de mil montes fuera tuyo, y junto con los primogénitos de tu cuerpo los ofrecieras para hacer expiación por el pecado de tu alma, si dieras todos tus bienes para alimentar a los pobres y entregaras tu cuerpo para ser quemado, todo, todo sería completamente inútil para obtener cualquiera de los dos. Porque un Dios justo no puede aceptar las obras o las ofrendas de una criatura pecadora como compensación por las injurias cometidas mediante sus crímenes.
Además, es función de la gracia, y obra solo de Cristo, conceder el perdón de los pecados y hacer que nuestras personas sean aceptadas. Esta es la verdad capital de la Biblia, el punto central en el cual convergen todas las líneas de la revelación divina. Sin embargo, si aun así decides apelar a la Ley, a la Ley deberás ir. Pero recuerda que, en tal caso, Cristo no te aprovechará de nada (Gálatas 5:2, 4). Así que… no tienes otra alternativa: o cumples perfectamente la Ley, o mueres eternamente.
Hemos visto en la sección anterior que los pecadores no regenerados están vivos para la Ley como un pacto. Ahora procederemos a mostrar que los creyentes están muertos para ella bajo esa consideración. “Estoy muerto para la ley.” Vosotros estáis muertos para la Ley, dice el apóstol (Gál 2:19; Rom 7:4). Así como todos los que están vivos para la Ley buscan justificación por medio de ella ya que sus expectativas de aceptación ante Dios pueden, en última instancia, reducirse a algunas obras o esfuerzos propios, o a algunos hábitos de gracia o cualidades celestiales de las cuales suponen ser sujetos , así también aquellos que están muertos para la Ley están completamente desvinculados de toda expectativa semejante. Estos, en verdad, están bien familiarizados con la hermosura de la santidad y están lejos de despreciar una conducta ordenada, y se esfuerzan al máximo en el cumplimiento de su deber hacia Dios, y desean ardientemente reflejar más la imagen del Redentor. Sin embargo, consideran estas cosas como pertenecientes a otra esfera, y destinadas a cumplir un propósito muy diferente al de ser causas o condiciones, en mayor o menor grado, de su justificación. Sí, cualquier ayuda que reciban del Espíritu de verdad en el cumplimiento de deberes religiosos, o cualesquiera que sean sus logros en santidad por influencia divina, consideran esos deberes y esa santidad como totalmente distintos de aquella justicia en la cual confían, de aquella obediencia por la cual son justificados.
Hubo un tiempo en que pensaban de otra manera y veían las cosas bajo una luz muy diferente. Hubo un tiempo en que tenían un alto concepto de su propia justicia y les preocupaba poco tener interés en Jesucristo. Pero, por la obra del Espíritu divino y mediante el instrumento de la Ley divina, su condición ha cambiado felizmente. Han llegado a ver su pobreza absoluta y a reconocer su total indignidad. ¿Desea el lector saber por qué medios un pecador llega a estar muerto para la Ley como pacto? El gran apóstol nos informa cuando dice: “Yo por la ley soy muerto para la ley.” La Ley Moral, en la mano del Espíritu, es el instrumento honrado de producir este feliz cambio. Por medio de ella, el pecador despertado discierne la inmaculada pureza de la naturaleza divina y la consumada rectitud de la voluntad divina. Sus preceptos y prohibiciones, que contienen un sistema completo de deber, son contemplados por él como completamente conformes a las perfecciones de Dios. Contempla los derechos inalienables del gran Legislador en las demandas de Su Ley. El descubrimiento de esa perfecta correspondencia entre los requerimientos de la Ley y los derechos eternos de la Deidad convence a su conciencia de la santidad y la excelencia trascendente de la Ley.
Poseído de tal condena, el pecador percibe no solo su pureza sin mancha, sino también su vasta extensión. Se ve obligado a reconocer que exige verdad en lo íntimo; que se extiende a todos los pensamientos y todos los deseos del corazón; que demanda no solo una conducta de obediencia irreprochable ante los ojos de los hombres, sino también pureza de deseo, espiritualidad de afectos, rectitud de intención y una serie perpetua de acciones, sin fallo ni defecto alguno ante los ojos de la Omnisciencia. Por medio de la Ley, ve la naturaleza odiosa y el mal destructor del pecado. El pecado es transgresión de la Ley, una contrariedad a la voluntad revelada y a la naturaleza santa de Dios (1 Juan 3:4). Y no solo manifiesta lo que es el pecado en sí mismo, sino también lo que merece. Revela la ira de Dios contra toda impiedad e injusticia de los hombres (Rom 1:18), contra toda desviación de la perfección absoluta. Proclama una terrible maldición y desenvaina la espada de la justicia divina contra todo transgresor. Su lenguaje es: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gál 3:10). Impone una acusación de culpa sobre la conciencia del pecador y lo vincula a un castigo eterno.
Así como la Ley enseña al pecador la santidad de la naturaleza divina y el mal supremo del pecado, también, bajo la influencia divina, es llevado a reconocer la equidad de la sentencia proclamada contra él y la justicia de Dios en la condena de los pecadores. Su boca se cierra; se declara culpable ante su Juez. Percibe que el pecado es un mal infinito y que merece justamente un castigo eterno. Está convencido de que, si la sentencia de muerte pronunciada contra él se ejecutara en todo su rigor, no tendría razón alguna para quejarse. Su lenguaje es: “La Ley es digna de Dios. Mi Creador es justo; la condena es mi merecido.” Contemplando la gravedad de sus ofensas y las imperfecciones de sus deberes, la depravación de su corazón y la espiritualidad de la Ley, desespera de obtener jamás el favor de Dios o la paz para su conciencia mediante futuros esfuerzos. Con asombro contempla y con dolor confiesa el orgullo y la insensatez de sus antiguas expectativas de justicia y vida por medio de la Ley. Se humilla profundamente a los pies de la misericordia soberana. Plenamente convencido de su absoluta necesidad de un Salvador que pueda satisfacer las demandas de la Ley y rescatar su alma pereciente de la destrucción, que pueda cumplir las exigencias de la justicia y ejercer una misericordia ilimitada, está dispuesto a ser justificado por la justicia de Cristo, y a estar eternamente en deuda con la gracia libre, soberana e infinita.
Escuchemos al gran maestro de los gentiles relatar su propia experiencia en relación con este asunto. “Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí” (Rom 7:9). “Yo vivía”: elevado por una vanidosa ilusión de mis excelencias inherentes y dones morales, me imaginaba seguro, me creía feliz. Pero cuando esta persuasión engañosa poseía mi corazón, estaba sin la Ley. Aunque profesaba el más alto respeto por ella, aunque procuraba conformar mi vida a sus preceptos, era totalmente ignorante de su naturaleza espiritual y no tenía el menor conocimiento de su verdadero propósito. Tal como los más sabios y admirados doctores de la época enseñaban, suponía que una observancia superficial de los deberes que imponía y una abstención exterior de las acciones que prohibía eran todo lo que requería (Mat 5:21 22, 27 28, 33 34, 43 44).
“Pero venido el mandamiento”: cuando vi su inmaculada pureza como imagen de la santidad divina, y contemplé sus amplias demandas como un reflejo de la voluntad divina; cuando la consideré exigiendo perfección con autoridad soberana, y la oí denunciar venganza, como con voz de Dios, contra la más mínima ofensa, mi pecado revivió. Un sentido claro y vívido del pecado penetró en mi alma. Me vi culpable de innumerables transgresiones. Me sentí sujeto a muchas corrupciones abominables. Mi corazón cuya pureza estaba antes tan dispuesto a elogiar descubrí que era engañoso más que todas las cosas y perverso (Jer 17:9). Las mejores de mis acciones, en las cuales solía confiar, me aparecieron como pecados espléndidos; y, en cuanto a la justificación delante de Dios, las desprecié como inútiles y viles. En consecuencia, morí. Mis esperanzas de justicia propia, que antes se erguían altivamente, quedaron derribadas en el polvo. Reconocí como justa la sentencia de muerte que la Ley pronunciaba como castigo del pecado. Todos mis argumentos, todas mis expectativas de vida mediante la Ley, quedaron entonces aniquilados.
Y no solo renuncié a mis obras pasadas y a mis logros presentes como insuficientes y lamentablemente defectuosos ante un Dios santo y a los ojos de Su justa Ley, sino que también desesperé de poder hacer en el futuro algo, con cualquier asistencia, que lograra el favor de mi Juez o la aceptación ante Él. Así, todo apoyo basado en mi propia justicia fue eliminado completamente, y toda vía de consuelo mediante mi propia obediencia quedó eternamente cerrada.
Así fue con Pablo, después de toda su sinceridad y toda su obediencia antes de su conversión. Y así es con todo pecador que llega al conocimiento del verdadero Dios y percibe la pureza de la Ley divina, pues nadie contempla la gracia del evangelio sin reconocer la equidad de la Ley. Jamás consideraremos la salvación como libremente divina hasta que confesemos que nuestra condena es completamente justa. Pero cuando se ve la pureza del Legislador reflejada en la ardiente santidad de Su Ley; cuando esta proclama su maldición contra el pecador; y cuando su propia conciencia, herida por la culpa, confirma la terrible sentencia y responde con un énfasis aterrador: “Tú eres ese hombre” (2 Sam 12:7); entonces el socorro provisto por la gracia y revelado en el evangelio es contemplado con ardiente deseo y abrazado con júbilo desbordante. Así, mediante la acción del Espíritu Santo, la Ley sirve al propósito misericordioso del evangelio. Sí, la justicia y el terror de la sanción legal son felices instrumentos para ilustrar la libertad y exhibir la soberanía de la gracia salvadora.
El pecador, llevado por la enseñanza divina a ver la insuficiencia de su propia obediencia y a renunciar a sus antiguas esperanzas como meros refugios de mentira, se llena de ansiosas preguntas sobre cómo podrá escapar de la ira venidera. Habiendo probado todos los recursos que su mente le presentó como posibles alivios para su conciencia culpable, y encontrándolos todos fallidos, está a punto de desfallecer de miedo y hundirse en la desesperación. Renuncia a toda pretensión de mérito personal y reconoce libremente ser el principal de los pecadores. Tan lejos está de pretender algún derecho al cielo sobre la base de sus deberes cumplidos, que se asombra de no haber sido ya enviado al infierno a causa de sus crímenes.
Pero la gracia impide que sea abrumado por la desesperación. El mismo Espíritu, cuya agencia omnipotente lo apartó de la Ley, lo conduce a Jesús. Ahora aquella misericordia soberana, a la cual antes se sometía con tanta resistencia, se presenta con un aspecto atractivo. Ahora aquella gracia infinita, que tanto tiempo había despreciado, resplandece con una gloria particular. A esa misericordia, revelada en la expiación, acude como un homicida perseguido por los oficiales de justicia, o como el desafortunado homicida en la antigüedad que huía del vengador de la sangre (Deut 19:6). Sobre esta gracia, que reina por medio de Jesucristo, descansa todo su ser para la eternidad.
Ahora el pacto eterno comienza a desplegar ante su maravillada mirada sus infinitos tesoros, y el evangelio vierte su bálsamo sanador en su herida conciencia. El Jesús crucificado es ahora su única esperanza. Que pueda “ganar a Cristo, y ser hallado en él” (Fil 3:8 9) es toda su salvación y todo su deseo. Las riquezas y los honores, las coronas y los reinos, son poco, son nada para él en comparación con su interés en el Redentor. Estando muerto para la Ley, renuncia a sí mismo en todo sentido, reflexionando sobre su antigua ignorancia y su orgullo farisaico con el mayor asombro y el más profundo desprecio de sí mismo. Al encontrar en el adorado Emanuel una suficiencia total no solo para suplir sus necesidades, sino para hacerlo infinitamente rico y eternamente feliz , reposa completamente satisfecho. La obediencia perfecta de su divino Sustituto que es revelada en el evangelio y recibida por la fe, y en la cual Jehová mismo se deleita constituye un fundamento adecuado para su confianza y una fuente inagotable de gozo.
Tal es el estado y tales son las perspectivas de todos los que están muertos para la Ley. Habiendo tenido tal descubrimiento de la pureza divina y de la Ley divina, está lejos de jactarse sobre los más viles de los hombres. Cuanto más conoce de Dios, de la Ley violada y de su propio estado pecaminoso, más convencido está de que tiene razón al decir: “He aquí que soy vil” (Job 40:4). Sin embargo, se atreve, como en la presencia de Dios, a contemplar el santo mandamiento y a dar plena libertad a su conciencia, sin temor a la confusión; estando plenamente persuadido de que, por muy agravada que sea la acusación contra él, la gracia ha provisto y el evangelio revela una justicia que es totalmente suficiente para declarar la justicia de Dios al justificarlo, incluso en la peor visión que pueda tener de sí mismo; y más aún, en la peor condición en la que pueda aparecer ante el Omnisciente. Aunque en otro tiempo imaginaba que el concepto de un Dios justo y el temor al castigo eterno eran absolutamente inseparables, ahora venera al primero sin temer al segundo.
Que todo verdadero santo está muerto para la Ley, y que toda su esperanza de justificación se centra en la misericordia de Dios y en la obediencia de Cristo en la gracia del pacto y en la sangre de la cruz , se evidencia en las Escrituras con claridad superior. De la multitud de ejemplos registrados en la Biblia, seleccionaremos unos pocos. Preguntaremos a algunos de los más excelentes santos que jamás hayan honrado una profesión religiosa en cualquier época del mundo o en cualquier nación de hombres: ¿Sobre qué basaban sus esperanzas de aceptación ante Dios? Y hallaremos que su respuesta uniforme será: “No en nada que haya en nosotros, ni en nada hecho por nosotros; sino en aquella gloriosa persona, y en su obra consumada, que es el deseo de todas las naciones y la salvación de los confines de la tierra.”
1. Job
Sabemos que Job fue un santo de clase nada inferior. No era menos ejemplar en su piedad que notable en sus aflicciones y en la paciencia con la que las soportaba. Fue favorecido con manifestaciones peculiares de la voluntad divina, y el mismo Jehová declaró que no había otro como él en la tierra. Este eminente santo no podía ser ignorante del verdadero valor de su obediencia personal, ni del lugar que debía ocupar. No, él encontraba ocasión para alegar su obediencia y hablaba de ella como un asunto de gran importancia, pero ¿dónde y con qué propósito? No ante el gran Soberano del universo ni para ser aceptado por Él, sino ante sus semejantes, para vindicar su propia sinceridad. Cuando sus amigos al no estar bien familiarizados con los métodos de la providencia, y al malinterpretar su verdadero estado lo acusaron de ser un hipócrita e inferían, a partir de la variedad y severidad de sus sufrimientos, que debía ser un hombre impío, él defendió su integridad alegando la excelencia de su conducta y la utilidad de su vida. Él, como exige el apóstol Santiago, probó la realidad de su fe y la sinceridad de su profesión por medio de sus obras (Stg 2:18). Sabía que una conducta diferente de la de los carnales y profanos era lo único que podía evidenciar al mundo la superioridad de su estado ante los ojos de Dios, o librar su profesión de la acusación de hipocresía. A esto, por tanto, apelaba. Esto alegaba con firmeza y justicia contra las acusaciones de sus amigos equivocados en su larga controversia con ellos.
Pero cuando la cuestión es: “¿Cómo se justificará el hombre con Dios?” (Job 25:4), entonces considera que el estado de la cuestión ha cambiado por completo. El venerable santo sabía muy bien que al encontrarse ante un tribunal más alto y en presencia de un Juez que escudriña el corazón la justicia que pudiera alegarse allí debía ser tan superior a la suficiente en el primer caso como el tribunal ante el cual comparecía era más imponente, el Juez más santo, y el asunto más importante. Porque, ¿quién puede mantenerse en su propia justicia ante un Dios tan santo, ante un Juez tan justo? Sabía que allí nada que no fuera una justicia perfecta sería admitido, y que solo mediante tal justicia podría ser justificado. Por lo tanto, renuncia por completo a su anterior defensa. Abandona toda pretensión de santidad personal; y, lejos de presentar una reclamación ante la Deidad, derrama confesiones dolorosas de su corrupción original y de sus transgresiones reales. “¡He aquí, soy vil!”, es su lenguaje. “Me aborrezco” como la más inmunda de las criaturas, como el más vil de los criminales “y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:6; 19:25 27).
Aquí vemos no a la mujer samaritana, ni al carcelero de Filipos, ni al ladrón en la cruz sino al santo más eminente de su tiempo y a uno de los hombres más santos que jamás haya existido. Aquí lo vemos llevando las marcas de una profunda humillación en la actitud de un miserable pecador. Su lenguaje expresa el de alguien cuya conciencia está herida por un alarmante sentido de culpa, que deplora la venganza merecida y suplica un perdón gratuito; el de alguien que se considera, en cuanto a la justificación ante Dios, perfectamente al nivel del publicano en la parábola (Lc 18:10 14), y que no tiene otro refugio para su alma culpable ni otra súplica que presentar que la que tuvo aquel publicano. La misericordia divina, manifestada en un Redentor viviente, era la única esperanza del santo Job; y la misma misericordia gratuita, revelada en la expiación, era la esperanza y súplica del publicano pródigo.
2. David
Tal fue también la conducta del hombre conforme al corazón de Dios. “Y no entres en juicio con tu siervo; porque no se justificará delante de ti ningún ser humano” (Salmo 143:2). Este lenguaje expresa con mucha fuerza el sentir de alguien que está muerto para la Ley. Sí, estas palabras indican claramente que el corazón de David estaba profundamente impresionado con un solemne sentido de la inmaculada pureza de Jehová, de las imperfecciones que acompañaban su propia obediencia, de las vastas exigencias de la Ley divina y del terror de aquella sentencia que era su justo merecimiento, y que inevitablemente sería pronunciada contra él si fuera juzgado por tan sublime estándar de deber y conforme al tenor de su propia conducta. Es muy notable que, cuando el salmista así implora ser librado de un juicio tan temible, se considera y se denomina siervo de Dios. Pero aunque asume este honroso carácter, está muy lejos de alegar sus servicios o confiar en su propia obediencia para su justificación. Más aún, afirma categóricamente que, delante del Señor, ningún hombre, ningún siervo suyo, puede ser justificado. A estas palabras se refiere el apóstol cuando declara repetidamente: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado” (Romanos 3:20). Esta es una verdad fundamental, y hasta que esta verdad no sea abrazada de corazón, hasta que su propiedad y fundamento no sean claramente percibidos, nadie puede formarse una idea adecuada del carácter de Jesús o de la gracia del evangelio; ni ver su peligro ni buscar la salvación.
De esta verdad principal estaba perfectamente instruido el dulce cantor de Israel. Por eso la introduce en otra de sus devotas odas e inimitables composiciones, donde también nos informa cuál era la roca de su esperanza y la fuente de su gozo. Estas son sus palabras: “Jehová, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado” (Salmo 130:3 4; véase también 143:2). ¡Expresión instructiva e importante! muy adecuada para refrenar el orgullo de la confianza en la propia justicia y para elevar la esperanza de los pecadores abatidos. Aquí el ungido del Señor huye en busca de seguridad a la gracia soberana, y saca su consuelo de la misericordia que perdona. Estando muerto para la Ley, habiendo extinguido totalmente sus expectativas de ser justificado por ella, mira a otro pacto y recurre a otra súplica. Con la perspectiva del juicio solemne ante sí, y considerando el resultado de tal escrutinio exacto, tiembla al pensar en presentarse ante su inmortal Juez confiando en su propia obediencia. Porque en tal procedimiento, ¿quién podrá mantenerse? ¿Quién podrá ser absuelto? ¡Ninguno de toda la raza humana!
Si no fuera por el perdón que hay con Dios y que se dispensa mediante la sangre del Cordero, no solo la esperanza de David, sino la de todo pecador, habría sido completamente y eternamente eclipsada. Pero este perdón, siendo digno de Dios, procediendo de las riquezas infinitas de su gracia y suficiente para suplir las necesidades del transgresor más enorme, ¡he aquí que hay esperanza para el más vil! Perdón, ¡palabra deliciosa! ¡Perdón con Dios! ¡Con Aquel contra quien hemos pecado; con Aquel que tiene autoridad para perdonar, así como poder para castigar! Esto es un fundamento sólido para tu esperanza, ¡oh pecador tembloroso! Creyendo esta declaración, edificando sobre esta base, ¿qué puede impedir, o quién tiene derecho a prohibir, que nuestra esperanza del cielo sea tan firme como la declaración divina y tan brillante como el sol en su gloria meridiana?
Sí, creyente, este es tu derecho inalienable; este es tu privilegio inestimable. Porque aquel consuelo fuerte que el Señor está tan dispuesto a otorgar, y para el cual ha hecho tan amplia provisión, está destinado a todos los que han huido para asirse de la esperanza puesta delante de ellos (Hebreos 6:18). Para aquellos que ya han huido, y para aquellos que están ahora huyendo a Jesús, el refugio designado, la inmutabilidad del consejo divino, la irrevocabilidad de la promesa divina y la solemnidad del juramento divino están todos comprometidos para asegurar su felicidad y aumentar su gozo.
¿Desea el lector estar aún más plenamente persuadido de que el real profeta estaba muerto para la Ley? Que lea la descripción que David da del hombre bienaventurado, y considere sus palabras. Nadie puede, propiamente hablando, ser llamado bienaventurado, sino aquel que está en estado de perdón y aceptado por Dios; y esto lo insinúa el salmista. Porque, mientras sus ofensas no sean perdonadas y su persona aceptada, está bajo maldición y sujeto a la ira. ¿Cómo describe entonces este santo experimentado e infalible autor al hombre bienaventurado? ¿A qué atribuye su justificación: a una justicia personal o a una imputada? ¿Alcanza este estado bendito y feliz como consecuencia de guardar la Ley, o porque ha realizado una obediencia sincera, aunque imperfecta? Ningún tal pensamiento cruzó por la mente del salmista; nada semejante sale de su pluma. Sus palabras son: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Salmo 32:1 2). El hombre bienaventurado es aquí descrito como alguien que, en sí mismo, es un pecador contaminado, un deudor insolvente y profundamente oprimido en su conciencia por la carga de la culpa.
Esta bienaventuranza no proviene de sus propios deberes, ni de sus esfuerzos bienintencionados por guardar la Ley; sino del amor perdonador de Dios, de la sangre purificadora de Jesús y de la operación santificadora del Espíritu Santo. Su bienaventuranza consiste en ser limpiado de su inmunda corrupción, en la no imputación de su enorme deuda, en la remoción de su carga intolerable y en la renovación de un espíritu recto dentro de él. El último de estos aspectos no es la causa ni la condición de los anteriores, sino evidencia de que los disfruta. La observación que Pablo hace sobre este texto evangélico y consolador es directamente aplicable a nuestro propósito. Nos informa que el diseño de David en estas palabras es describir la bienaventuranza del hombre a quien Dios imputa justicia sin obras (Romanos 4:6 8). Justicia imputada, “justicia sin obras”: un lenguaje extraño para muchos, tosco y misterioso para todos los que están vivos para la Ley y buscan justificación por medio de ella. Pero es completamente inteligible y sumamente consolador para quienes están muertos para la Ley; para aquellos que creen en Jesús como el que justifica al “impío”; y que veneran Su encantador nombre: “Jehová, justicia nuestra” (Jeremías 33:16). Para tales personas, estas expresiones están llenas de sustancia y abundancia.
Tales declaraciones divinas alimentan sus almas, porque son palabras de gracia y lenguaje de amor. Por medio de ellas, bajo la dirección del Espíritu Santo, sus ansiosas preguntas sobre la aceptación ante el Soberano eterno encuentran respuesta. Siendo conscientes de que no poseen justicia propia, y sabiendo con certeza que sin obediencia a la Ley divina no pueden ser justificados, habrían sucumbido en desesperación si tal provisión no hubiera sido hecha por la gracia soberana, si tal justicia no hubiera sido realizada por su maravilloso Sustituto. Necesitan una justicia sin obras, una que no dependa en absoluto de sus propios deberes de ningún tipo y que esté completamente separada de ellos; una que sea completa en sí misma e intencionada para su beneficio. Necesitan una justicia imputada, realizada por Jesús como su representante y acreditada a su cuenta por un Dios misericordioso. Esto acerca la justicia a sus almas, les permite apropiársela legítimamente y gloriarse en ella.
3. Pablo
Atendamos una vez más a las enseñanzas y consideremos la conducta de Pablo en relación con este asunto. Aquellas importantes palabras que contienen el tema de este ensayo afirman expresamente que él estaba “muerto para la ley”. Es evidente, por sus escritos, que no tenía ninguna expectativa de vida ni de felicidad basada en su propia obediencia a ella, sino que toda su esperanza descansaba en la gracia soberana de Dios y en la obra perfecta de Cristo. Consideraremos ahora algunos pasajes en los cuales estas verdades fundamentales son afirmadas expresamente o fuertemente implicadas.
a. Gálatas
En su controversial epístola dirigida a los engañados gálatas, establece un marcado contraste entre las obras de la Ley y la fe en Jesús. Tres veces menciona las obras de la Ley, y tres veces las excluye de tener la más mínima participación en nuestra justificación. Con igual frecuencia menciona la fe de Cristo y afirma que somos justificados por ella. Estas son sus palabras:
“Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:15 16).
“Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles”: nosotros, que somos hijos de Abraham y el pueblo peculiar de Dios; a quienes fueron encomendados los oráculos sagrados, que tenemos las ordenanzas del culto divino, y cuya situación en todos los aspectos es muy superior a la de los gentiles ignorantes, disolutos e idólatras; nosotros, que tenemos tantas ventajas en comparación con los paganos que andan en tinieblas; nosotros, que tenemos todo el aliento que cualquier persona podría tener, si tal cosa fuera posible, para esperar la justificación por nuestra propia obediencia. Sin embargo, hemos renunciado a toda esperanza de ese tipo, sabiendo bien que el hombre, sea judío o gentil, “no es justificado por las obras de la ley”, estando plenamente convencidos de que no es aceptado por Dios en virtud de ninguna obra que haya realizado, con ninguna asistencia, sino por la fe de Jesucristo, confiando en Él como el fin de la Ley para justicia y creyendo en Él como el que justifica al impío (Romanos 10:4; 14:5).
“Aun nosotros,” poseyendo tal condena y actuando bajo tal convicción, “hemos creído en Jesucristo.” Sí, hemos renunciado a nuestra propia justicia como absolutamente insuficiente, y bajo el humillante carácter de pecadores culpables, impotentes y condenados nos hemos acogido al Señor Mesías para ser justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la Ley. Para que nuestros pecados sean perdonados y nuestras personas aceptadas de esta manera verdaderamente evangélica, sin desear más ni intentar buscar estas bendiciones supremas por las obras de la Ley, sea moral o ceremonial. Y no es sin razón que hemos abandonado toda tal búsqueda, porque el mismo Dios ha declarado, y permanece registrado eternamente para confundir todo intento orgulloso de establecer nuestra propia obediencia, que “por las obras de la ley, nadie será justificado.” De modo que, ya sea que consideremos la declaración divina registrada por el salmista (Salmo 143:2), o que consideremos las múltiples imperfecciones que acompañan nuestras mejores acciones, estamos plenamente asegurados de que nunca seremos, ni podremos ser, justificados por ellas. Tal es el sentido de este testimonio apostólico.
En este texto instructivo, el celoso apóstol expone, afirma y defiende la verdad por la cual nosotros también abogamos de la manera más enfática y reiterada. Este solo pasaje, por tanto, si se considera en conexión con el propósito y diseño de toda la epístola, y con el estado de las iglesias de Galacia en el momento en que fue escrita, puede ser justamente estimado como una prueba decisiva del asunto: una prueba decisiva de que ningún hombre jamás fue aceptado por Dios, que ningún hombre jamás puede ser justificado ante Él por ninguna santidad que posea o por ninguna obra que haya realizado; y, en consecuencia, que todo verdadero creyente está muerto para la Ley.
b. Filipenses
Las perspectivas de un hombre que está vivo para la Ley y la esperanza de quien está muerto para ella son descritas magistralmente por el mismo autor infalible en su consoladora e instructiva carta a la iglesia de Filipos. Estas cosas las ilustra a través de su propia experiencia y conducta. Compara el apoyo de su esperanza y las perspectivas que tenía antes de su conversión con las que disfrutó después. Mientras estaba vivo para la Ley y antes de su conversión, los privilegios de su nacimiento como hijo del renombrado Abraham y su circuncisión conforme al mandato divino; el celo que tenía por las tradiciones de sus padres y la estricta observancia de su profesión religiosa como fariseo; su puntual cumplimiento de las instituciones ceremoniales; su conducta irreprochable ante los ojos de los hombres; y su obediencia sincera a la Ley Moral, eran las cosas que consideraba su mayor ganancia, constituyendo el fundamento de su esperanza de vida eterna. Estas eran el soporte de su confianza indebida y el combustible de su orgullo farisaico. Si confiar en estas cosas hubiese sido seguro o legítimo para algún mortal, nadie habría tenido mayores ventajas o mejor pretexto que Saulo el fariseo (Filipenses 3:4).
Pero cuando fue alcanzado por la gracia omnipotente (Filipenses 3:12) y muerto para la Ley, edificó sobre otro fundamento y habló en un lenguaje muy distinto. Entonces declara que todas aquellas cosas que una vez consideró su mayor ganancia, ahora las estima, no solo como insignificantes en comparación con Cristo, sino como pérdida misma. Con un aire de gran solemnidad, y como quien va a pronunciar una verdad de suma importancia, añade:
“Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:8 9).
Consideremos brevemente las distintas cláusulas de este notable texto. “Y ciertamente”: lo afirmo sin la menor vacilación, y estoy decidido a mantenerlo. “Estimo todas las cosas como pérdida”: sean privilegios de nacimiento o celo farisaico, ritos ceremoniales o deberes morales. Todo esto, a pesar de su espléndido aspecto ante un ojo teñido de prejuicios judíos, lo considero pérdida. Sí, no solo repudio todos mis privilegios y todas mis obras anteriores a la conversión, sino también todos mis dones apostólicos y todas mis gracias cristianas; todo lo que tengo y todo lo que hago lo considero sin valor en el gran asunto de la justificación. Estas cosas, aunque abundantemente útiles y altamente excelentes cuando ocupan su lugar adecuado y son referidas a fines apropiados, son poco, son nada, son pérdida misma en comparación con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Tal es el amor que tengo por mi Salvador y tal la estima que tengo por Su justicia, que por amor de Él he sufrido con gozo la pérdida de todas las cosas que antes tanto valoraba.
Es más, por extraño que parezca a una mente impregnada de orgullo legalista, declaro nuevamente que las considero tan despreciables como los restos inmundos que se arrojan a los perros, y tan repugnantes como el estiércol que se echa fuera de la vista. Tal es el valor de mis propios logros, y tal es mi juicio sobre ellos si se ponen en competencia con Jesús y pretenden ocupar el lugar de Su justicia. Por tanto, ahora mi principal deseo y suprema preocupación es “ganar a Cristo”, como el único que puede suplir todas mis necesidades y hacerme completamente y eternamente feliz. Así, cuando mi Juez se siente en el trono y cuando solo los perfectamente justos permanezcan, pueda ser hallado en Él, el Amado (Efesios 1:6).
“No teniendo [no dependiendo de ni alegando] mi propia justicia, que es por la ley”: no mi santidad inherente como cristiano, ni los actos justos que he realizado en obediencia a los preceptos divinos y para la gloria de Dios; sino estando adornado con y dependiendo de aquella gloriosa obediencia que es “por la fe de Cristo”; la cual fue consumada por Él, revelada en el evangelio, y recibida por la fe, esa obediencia que, para denotar su absoluta perfección y el modo en que es recibida por los pecadores, es llamada “la justicia de Dios por la fe”.
Así profesa el apóstol su fe, y así describe el fundamento de su esperanza respecto a la aceptación futura. Esta declaración la hizo intencionadamente para proteger a los conversos filipenses contra los sutiles ataques de los maestros judaizantes (Filipenses 3:1 2), quienes sostenían con vehemencia que se necesitaba algo más para la justificación además de la justicia de nuestro divino Redentor y la confianza en ella. Esta consideración hace que el argumento de este pasaje sea aún más concluyente en prueba de nuestro punto.
4. Pedro
Escuchemos a otro maestro infalible y seguidor del Cordero, quien al hablar no entrega opiniones privadas, sino la fe de la iglesia en nombre de todos los apóstoles. Se había suscitado una controversia sobre la necesidad de la circuncisión para la salvación, impulsada por los celosos judíos con no poca vehemencia y causando gran perturbación en la paz de los creyentes. Con motivo de ello, los apóstoles y ancianos se reunieron en Jerusalén para considerar este asunto desafortunado. Pedro, después de mencionar varios puntos, concluye con una declaración breve pero abarcadora de su fe y la fe general de la iglesia. Escuchemos atentamente sus palabras y consideremos con diligencia su significado, pues habla por el Espíritu Santo y comunica la mente de Cristo. Habla en una ocasión de gran peso y para resolver una controversia importante. De hecho, la controversia consistía en si Jesús debía recibir toda la gloria de salvar a los pecadores, o si los esfuerzos humanos y el mérito humano debían compartirla con Él. Así, el conflicto se daba entre la gracia de Dios y el orgullo del hombre; y así continúa todavía, aunque los términos de la cuestión puedan variar o bajo los disfraces que adopte.
La decisión dada a esta controversia en aquel tiempo, y que será válida para siempre, se contiene en las siguientes palabras: “Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos” (Hechos 15:11). La salvación es esa bendición todo inclusiva que el pecador despierto desea. Si se le concede, sus anhelos están satisfechos; no puede desear más, pues incluye una completa liberación de todo mal y el pleno disfrute de todo bien.
Ahora bien, esta bendición infinitamente gloriosa se dice expresamente que es por gracia; y la gracia es favor gratuito. En los escritos sagrados, se opone directamente a toda obra y a todo mérito. No puede ser de otra manera, pues donde las obras y el mérito entran en consideración, cesa el ámbito de la gracia. Cuando, por tanto, el oráculo celestial afirma que somos salvos por gracia, se nos conduce a concluir que nuestros propios deberes, por sinceros o variados que sean, no tienen parte alguna en esta obra maravillosa; sino que el favor gratuito y soberano lo es todo. El fundamento del templo espiritual y de nuestra felicidad eterna fue puesto en las riquezas de la gracia. Las piedras son pulidas y la superestructura es edificada por la mano de la gracia omnipotente. Cuando se coloque la última piedra del magnífico edificio, será con aclamaciones de “¡Gracia, gracia a ella!” (Zacarías 4:7).
Fue la gracia libre y soberana la que distinguió a los vasos de misericordia en el decreto eterno de la elección. La razón por la cual fueron elegidos en lugar de otros no se debe a ninguna diferencia que existiera originalmente entre ellos y aquellos que finalmente perecen, ni a buenas obras previstas, sino a la voluntad soberana de Aquel que dice: “Tendré misericordia del que yo tenga misericordia” (Romanos 9:15).
La misma gracia intervino en la constitución del pacto eterno de paz, celebrado con Cristo como Cabeza de la simiente escogida; y en reservar en Él todas las bendiciones espirituales en su favor (Efesios 1:3). Nuestra redención por Su sangre, nuestra regeneración, justificación, adopción, santificación, perseverancia y felicidad final, todo procede de la misma fuente infinita, y todo se atribuye en las Escrituras a la misma causa original y gloriosa. Siendo Cristo el gran depositario del Pacto de Gracia y el gran almacén de todas las bendiciones de la gracia, esta se manifiesta a través de Él de tal manera que refleja gloria sobre todas las perfecciones de la Deidad, así como asegura la salvación de todos sus objetos. Así como fue un acto de inefable condescendencia y una prueba de amor ilimitado que el Hijo de Dios emprendiera la ardua obra y se encarnara para cumplirla, con igual propiedad se dice que somos salvos por Su gracia, como en el texto que consideramos: “Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos” (Hechos 15:11).
“Creemos”: estamos plenamente persuadidos y descansamos en ello como una verdad cierta, sagrada y sumamente consoladora: que aunque nuestro estado sea sumamente miserable y nuestras personas absolutamente indignas; aunque hayamos perdido todo derecho a las bendiciones y nos hayamos hecho merecedores de toda maldición, sin embargo, “por la gracia”, el favor inmerecido y la benignidad ilimitada, “del Señor Jesús seremos salvos.” Él, siendo una persona de dignidad infinita, ha realizado una obra de valor infinito, en virtud de la cual seremos completamente salvos. Salvados, aquí, de la maldición de la Ley y del dominio de Satanás; salvados, luego, de la existencia misma del pecado y de la condenación del infierno. Tan perfectamente salvos como para no temer ningún mal; tan perfectamente bendecidos como para no desear ningún bien. ¡Tal salvación fue provista por la gracia; tal salvación es llevada a cabo por Cristo!
En este verdadero credo apostólico, pronunciado por Pedro y registrado por Lucas, la gracia de Dios y la obra de nuestro Señor lo son todo. Así como atribuye toda nuestra salvación a la obra emprendida por Cristo, también asegura que toda la gloria sea para Su nombre adorable. Siendo esta la confesión declarada y la esperanza consoladora de los primeros cristianos, tenemos aquí un ejemplo impresionante y una prueba irrebatible de que estaban muertos para la Ley; que la paz de sus mentes en el tiempo y su esperanza de felicidad en la eternidad no surgían de su propia obediencia, sino de aquella revelación de la gracia divina que se hace en el evangelio esa gracia soberana que ricamente proveyó cada bendición y que libremente otorga todo lo necesario para la bienaventuranza eterna.
Habiendo considerado esta confesión apostólica de fe tal como ha sido preservada para nuestra instrucción en la historia más auténtica de la iglesia cristiana primitiva, volvamos una vez más a los escritos de Pablo. Ya lo hemos escuchado declarar que estaba muerto para la Ley. También lo hemos oído proclamar en voz alta la excelencia de aquella justicia por la cual fue justificado. Lo hemos visto describir cuidadosamente el fundamento sobre el cual los más culpables pueden con seguridad apoyar el peso de sus intereses eternos. Observémoslo ahora lamentarse amargamente por sus desdichados hermanos según la carne. Estas son sus conmovedoras palabras, introducidas con una solemne apelación al cielo: “Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque… mis hermanos, los que son mis parientes según la carne.” Y añade: “Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación” (Romanos 9:2 3; 10:1).
¿Cuál era la causa de esta inconsolable tristeza? ¿Acaso eran escandalosos en su conducta y atrozmente malvados? ¿Habían abandonado el culto a Dios y caído en el ateísmo práctico? De ningún modo. Las personas por quienes él se lamenta tenían celo por Dios y buscaban ardientemente la justicia. De ello Pablo era testigo, y así lo declara abiertamente (Romanos 10:2; 9:31). ¿En qué, entonces, consistía su error fatal? Pues el principio popular y la razón en que se funda son: “Sé sincero. Cumple con cada deber al máximo de tu capacidad y de tu conocimiento, y obtendrás el favor de Dios y la bienaventuranza eterna. Porque no se puede suponer que si el corazón es sincero en el culto a Dios y la conducta es correcta ante los hombres, el estado de una persona pueda ser malo, sea cual sea su doctrina.”
Tal es la voz de la opinión general, pero no de la revelación divina. Pues si este principio fuera verdadero, habría habido poca razón para la profunda tristeza del apóstol por aquellos de sus hermanos que menciona aquí. Si, pues, queremos otorgar el debido respeto al juicio de Pablo como guía infalible, y creer el relato que da de sus parientes y de su lamentación por ellos, debemos concluir que dicho principio popular es falso, y que la razón en que se apoya es un error peligroso. En consecuencia, aunque un hombre actuara en perfecta conformidad con dicho principio, su estado podría ser sumamente terrible y su fin eternamente miserable.
Los judíos por quienes lloraba el compasivo apóstol estaban vivos para la Ley y buscaban ser justificados por ella. Aunque sinceros en su profesión religiosa y puntuales en su asistencia a las instituciones divinas, eran totalmente ignorantes del evangelio y contrarios al gran Redentor. Aquel fundamento seguro que Jehová había puesto en Sion para la salvación de su pueblo fue rechazado y se convirtió para ellos en piedra de tropiezo (Romanos 9:33). Seguían la Ley de la justicia con sinceridad y celo; pero sus términos eran demasiado elevados y sus condiciones demasiado difíciles para ellos, por lo que no podían obtener justificación por ella. Pues buscaban esa bendición capital, no por la fe en su Mesías prometido, sino como si fuera por las obras de la Ley (Romanos 9:31 32). Tenían celo de Dios y preocupación por su culto, pero no conforme a ciencia, como mostraba claramente su conducta. “Porque ignorando la justicia de Dios” la perfecta pureza de Su naturaleza y las amplias demandas de Su Ley “y procurando establecer la suya propia” como condición de vida, “no se han sujetado a la justicia de Dios” (Romanos 10:3). Tal era la indebida opinión que tenían de sus propios deberes imperfectos, y tan grande era el orgullo de sus corazones, que no quisieron aceptar aquella justicia completa que Dios había provisto aquella justicia que puede justificar hasta en los casos más desesperados, y en la cual su ofendido Creador se complace (Isaías 42:21).
¿Queremos saber con más detalle qué obediencia merece este glorioso título? El apóstol nos informa: “Porque el fin de la ley es Cristo” (Romanos 10:4). Todo lo que la Ley requiere, Él lo cumplió; y todo lo que amenaza, Él lo sufrió. Todo esto fue hecho y padecido no simplemente para darnos un ejemplo, sino para constituir una justicia real y perfecta. Así es considerada por la Ley, y aceptada por el Legislador. No fue realizada en beneficio de quien la cumplió, sino para beneficio de los pecadores, y es imputada gratuitamente a todo aquel que cree, sin distinción de personas ni consideración de méritos (Romanos 10:4).
A esta obediencia sin igual los judíos justificados por sí mismos no quisieron someterse. Ignorando su estado de culpabilidad, y buscando afanosamente la aceptación con Dios mediante sus propios deberes, se negaron a admitir la idea de estar en deuda con la gracia. Pensar en ser justificados por la justicia de Aquel a quien su Sanedrín había execrado y declarado digno de muerte; esperar la salvación creyendo en Aquel que, cargado de infamia y atormentado con dolor, expiró en una cruz, les parecía algo sumamente absurdo. Una salvación por medios tan poco prometedores, y concedida de una manera tan singular que no dejaba espacio para que sus obras espléndidas ocuparan un lugar como copartícipes en la obra, era algo que no estaban dispuestos a aceptar pensaban tener razones sobradas en su corazón para despreciarla. Ni quisieron reconocer que el Jesús crucificado era su Mesías prometido, aunque el tiempo en que apareció, las doctrinas que enseñó y las obras que realizó atestiguaban su misión divina y ofrecían la más brillante evidencia en apoyo de su carácter. Así rechazaron Su persona, Su doctrina y Su obra. Así como la ignorancia de la santidad de Dios, de la pureza de Su Ley y de la maldad del pecado fue el fundamento de esa orgullosa opinión sobre la excelencia de sus propios deberes, y como eso desembocó en su rechazo del Señor Mesías, igualmente hoy, la misma ignorancia y orgullo llevan a muchos a rechazar Su justicia imputada como totalmente innecesaria, incluso cuando no avanzan hasta esa temeraria incredulidad que desprecia abiertamente Su persona y carácter. De aquí podemos concluir con seguridad que toda la negligencia indiferente hacia las cosas eternas que se observa en el mundo, y todo el desprecio mostrado hacia Cristo y Su obra donde brilla la revelación del evangelio, proceden de la ignorancia ignorancia acerca del mal del pecado y de la justicia de Dios en Su Ley.
Ahora, lector, ¿estás muerto para la Ley? ¿Están extinguidas todas tus expectativas y todos tus deseos de justificación por medio de ella? Recuerda que una cosa es reconocer una verdad en teoría, y otra muy distinta es vivir bajo su influencia práctica. Muchos han aprendido doctrinalmente que los creyentes están muertos para la Ley, quienes, sin embargo, en las disposiciones de su corazón y en su propia experiencia, nunca se divorciaron de ella. Sus percepciones legalistas y temores serviles, sus perspectivas mercenarias en el cumplimiento del deber, y sus pensamientos de autoexaltación cuando imaginan haber cumplido bien, son evidencias de que aún se aferran a la Ley. Estos hábitos, cuando son constantes, son una prueba convincente de que están vivos para ella, de que aún, de manera parcial, buscan su paz y felicidad en su propia obediencia.
¿Qué piensas de la justicia del Redentor? ¿Tienes por ella una estima suprema; y es para ti, en cuanto a justificación, la única cosa necesaria (Lucas 10:42)? ¿Depositas toda tu confianza para ser aceptado solamente en ella, y arriesgas todo tu destino eterno sobre ese único fundamento? ¿Es esta tu súplica ante el trono de la gracia, y es tu ardiente deseo ser hallado en ella cuando te presentes ante el gran tribunal? Allí tendrás que presentarte pronto, ante un Juez cuyos ojos son como llama de fuego y con quien hay majestad terrible. Examina, pues, el estado de tu alma y cultiva un conocimiento creciente de Jesucristo. Los frutos de un conocimiento creciente de Él son verdaderamente deseables e inefablemente preciosos. Pues cuanto más contemples sus glorias personales y su obediencia perfecta, menos te aferrarás a la Ley o dependerás de tus propios deberes defectuosos.
Esta es una verdad segura, confirmada por toda la experiencia cristiana. Porque aunque no estarás inclinado a rechazar la Ley como regla de conducta moral, ni a descuidar el deber como evidencia de tu sumisión cordial a la autoridad divina y de gratitud por los beneficios recibidos y las bendiciones esperadas, sin embargo tendrás una opinión más baja de todo lo que haces y una confianza más fuerte en la obra de tu Salvador.
Además, la paz que disfrutes será más estable, y las obras que realices serán más espirituales. Tu paz será más estable. Porque cuanto más claramente veas la dignidad de Aquel que hizo tu paz, mayor será el valor que atribuirás a la obra mediante la cual fue realizada. Consecuentemente, tu dependencia en ella será más firme; tu gozo en ella será más constante. Tus deberes serán más espirituales. Pues en la medida en que aumenten tus visiones de la suficiencia absoluta del Mediador divino, aumentará también tu amor hacia Él. Contemplando como en un espejo la gloria del Señor, seremos transformados en la misma imagen, de gloria en gloria (2 Corintios 3:18). El amor de Dios siendo el principio de toda obediencia aceptable, en la medida en que este principio generoso sea más vivo y activo, el deber será realizado con mayor diligencia y estará más ciertamente referido a su fin adecuado: la gloria del Dios eternamente bendito.
Sí, creyente, en tal proceder encontrarás tu provecho espiritual, y la gracia recibirá la gloria. La fe crecerá firme como un cedro de profundas raíces, y la esperanza brillará como el día (Colosenses 2:7; Efesios 3:17). El amor ensanchará el corazón, y la santidad florecerá como la rosa. La vida será un cántico de alabanza al Redentor, y aun la muerte misma será pacífica en Su abrazo.
“¡Revela, bendito Jesús, revela Tu gloria a mis ojos, y derrama Tu amor en mi corazón! Hazme descansar completamente satisfecho en Tu obra como el cumplimiento final de la Ley, y capacítame para vivir de Tu plenitud inagotable. Vacíame de toda dependencia propia y hazme verdaderamente humilde. Muéstrame la hermosura de la santidad, tal como está delineada en Tu patrón perfecto; y ayúdame a copiarla en mi propia conducta. Eleva mis afectos hacia las cosas celestiales, y concédeme la prenda constante de mi herencia eterna. Entonces, aunque en un mundo pecaminoso y en un estado militante aunque acosado por el dolor corporal o agobiado por la pobreza material no solo estaré seguro, sino también feliz. Los temores serviles de la condenación estarán lejos, y los rayos del gozo celestial iluminarán mi alma. Entonces, vosotros, hijos de la sensualidad y de la soberbia, podréis tomar vuestros placeres viles y alardear de vuestros honores vacíos. No codiciaré vuestra alegría ilícita ni envidiaré vuestros títulos resonantes. Estando muerto para la Ley y vivo para mi Dios; estando seguro en las manos de mi Salvador y bendecido con el sentido de Su amor; teniendo la muerte en mi recuerdo y el cielo en mi vista, despreciaré vuestras bajas búsquedas y aborreceré vuestros placeres ilícitos. Mientras el mundo se satisface con las plumas de los honores que se desvanecen y la espuma de los placeres que perecen, sea tu preocupación, oh alma mía, glorificar a Aquel que murió por ti y resucitó. Entonces tendrás el gozo de placeres sustanciales como disfrute presente, y de honores imperecederos como tu corona eterna.”
Habiendo mostrado que los creyentes están muertos para la Ley, ahora debemos considerar que la Ley está muerta para ellos. Para todos aquellos que están muertos para la Ley como pacto, la Ley, en esa consideración, está muerta para ellos. Así como la relación es mutua mientras subsiste, así también lo es la muerte. Considerados como descendientes de Adán, nacemos bajo la Ley como un pacto. Miramos a ella en busca de vida, y permanecemos en esa situación mientras estamos no regenerados. Pero cuando el Espíritu de Dios ilumina la mente para discernir nuestro estado y despierta la conciencia para comprender nuestro peligro, todas las expectativas de vida mediante nuestra propia obediencia son destruidas. Huimos a Jesucristo como el fin de la Ley, nos refugiamos bajo otro pacto, y ya no estamos sujetos a la Ley como condición de vida, ni somos más susceptibles a su temible maldición. En ese respecto, está muerta; y nuestra liberación de ella es completa.
Esta verdad consoladora nos es enseñada por la pluma de la inspiración en la Epístola de Pablo a los Romanos. Así leemos:
“¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste vive? Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido. Así que, si en vida del marido se uniere a otro varón, será llamada adúltera; pero si su marido muriere, es libre de esa ley, de tal manera que si se uniere a otro marido, no será adúltera. Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos… Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos” (Romanos 7:1 4, 6).
Sobre este pasaje notable, podemos observar que la Ley divina, mediante una figura común, es descrita como una persona. Se la compara a un esposo, con quien algunos están casados y de quien otros están muertos. Naturalmente, los hombres se aferran a la Ley en su forma de pacto, como una esposa a su marido. Buscan en ella su justificación, y dependen de su obediencia para la vida eterna. Sus esperanzas de felicidad y sus temores de miseria suben o bajan en proporción exacta a la obediencia que suponen haber realizado conforme a sus mandamientos, y a la conciencia que tienen de su desobediencia. Tales expectativas y temores prueban que están vivos para la Ley; y esto implica que la Ley está viva para ellos y mientras esté viva para ellos, tiene dominio sobre ellos.
Este dominio de la Ley es absoluto. Se extiende a todas las facultades de la mente y a todos los miembros del cuerpo; a todas las imaginaciones del corazón y a todas sus expresiones en la vida. Exige bajo el terrible peligro de incurrir en su mayor desaprobación y de sufrir su más pesada maldición que todas estas cosas, en cada caso y perpetuamente, correspondan perfectamente a sus demandas justas. El apóstol ilustra esto de la siguiente manera: “Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive” (Romanos 7:2). De igual modo, todos los que están vivos para la Ley y casados con ella están obligados a obedecerla en todo mientras viva. Nada sino la muerte puede disolver esta obligación. O bien la Ley, como esposo, debe morir para el pecador, o el pecador, como casado con la Ley, debe morir a toda expectativa de justificación por medio de ella antes de poder ser liberado de sus mandamientos como condición de vida, o ser librado de sus tremendas amenazas.
Que esta doble muerte se lleva a cabo respecto a la Ley y al hombre regenerado, el escritor infalible prosigue afirmándolo: “Pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido” (Romanos 7:2). Así como la relación que contempla la Ley del matrimonio queda completamente disuelta por la muerte del esposo, también la Ley misma debe cesar absoluta e inevitablemente, junto con todas sus consecuencias. Y así como la esposa ya no espera ayuda de él, estando muerto, tampoco tiene temor alguno de incurrir en su desaprobación. Estando así libre de su antiguo esposo, puede casarse libremente con otro hombre sin ser culpable de adulterio.
El apóstol procede ahora a aplicar la comparación: “Así también vosotros, hermanos míos,” tal es exactamente vuestro caso. La Ley, como esposo, estuvo una vez viva y tuvo dominio sobre vosotros; pero ahora está muerta. Vosotros también estuvisteis vivos para la Ley, pero ahora habéis muerto a ella. Habiendo visto su infinita pureza y sentido su poder mortífero (2 Corintios 3:6 7), os visteis obligados a reconocer que no podíais ser justificados por ella. Con reticencia, abandonasteis vuestras esperanzas de justicia propia. Pero, habiendo oído el glorioso evangelio, y siendo capacitados por el Espíritu Santo para contemplar el cuerpo de Cristo ese cuerpo que el Hijo de Dios asumió al hacerse bajo la Ley y viendo la gloria de la obediencia que Él cumplió y la magnitud de los sufrimientos que soportó en ese cuerpo inmaculado para satisfacer la Ley y justificar a los pecadores, con la mayor prontitud renunciasteis a vuestra propia justicia. Habiendo hallado a Jesús, la perla de gran precio (Mateo 13:45 46), y en Él todo lo que necesitáis, libremente abandonasteis vuestras anteriores pretensiones. Así, moristeis a la Ley, para que fuerais unidos a otro y mejor esposo; incluso a Aquel que murió en la cruz para expiar vuestros pecados y resucitó de los muertos para presentaros completos (Colosenses 1:22).
Sí, hermanos míos, esa adorable persona se ha convertido ahora en el objeto de vuestro afecto más fuerte. A Él miráis para toda ayuda; de Él dependéis para toda vuestra salvación. Siendo este nuestro feliz estado, ¡somos liberados de la Ley! Su dominio sobre nosotros ha cesado completamente. Ya no tiene autoridad para exigir obediencia como condición de vida, ni para proclamar una maldición sobre nosotros por desobediencia. Ni puede ser de otro modo con nosotros como creyentes, ni con la Ley como pacto. Pues el autor inspirado añade como razón de su anterior afirmación: “por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos”; estábamos obligados por la Ley a una obediencia sin pecado. Eso era lo mínimo que requería; y por su incumplimiento, nos tenía por malditos. Así nos mantenía y nos sujetaba pero ahora está muerta. Por tanto, la obligación que teníamos a una obediencia perfecta y personal como condición de vida ha sido cancelada. Tampoco somos ya más susceptibles de su sanción penal, porque “no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). ¡Feliz liberación! ¡Maravilloso cambio! Tal es el sentido de este importante pasaje.
Ni tiene la Ley, como pacto, el más mínimo motivo de queja pues esta forma de liberación de sus altas demandas y temible sanción es tan equitativa en sí misma como consoladora para el creyente. Sus preceptos no fueron dados ni su maldición proclamada en vano. Porque aunque los escogidos de Dios eran incapaces de cumplir lo uno o de sufrir lo otro en sus propias personas, sin embargo, en su Cabeza, Representante y Fiador, sus preceptos fueron inviolablemente guardados, y en Él su maldición fue plenamente ejecutada. Todo fue enteramente en favor de ellos que el Verbo Eterno se encarnó. Fue en su nombre y en su lugar que Él obedeció los mandamientos de la Ley y sufrió su pena. Ahora bien, siendo todo esto conforme al pacto eterno en los consejos celestiales, y para manifestar las riquezas de la gracia divina en la salvación de los pecadores, se les imputa y ellos son investidos de ello. Aquello que los protegió de la condena final fue suyo, en el designio de Dios, antes de que existieran o de que comenzara el tiempo. Aquello que los libra de temores serviles y produce en ellos una santa libertad y un gozo celestial es suyo en feliz disfrute cuando están muertos para la Ley. Aquello que los justifica y salva es suyo, para hacerlos completos ante la Ley y eternamente bienaventurados en la fruición de Dios.
Mientras los pecadores están vivos para la Ley, y la Ley tiene dominio sobre ellos, ¡sus exigencias son elevadas y su lenguaje terrible! Porque “todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley” (Romanos 3:19). Pero cuando están muertos para ella, y cuando comienzan a ser creyentes, la Ley se dirige a ellos en un tono más suave y con acentos más dulces. Viéndolos en Jesucristo, su Cabeza exaltada, el lenguaje pacífico de la Ley es:
Me reconozco completamente cumplida; me confieso completamente satisfecha. Es cierto mi naturaleza no ha cambiado en lo más mínimo; mis demandas no han disminuido en absoluto. Mi fin, como mandamiento, sigue siendo una justicia perfecta (Romanos 10:4); mi fin, como violada, sigue siendo el castigo extremo (Gálatas 3:10). No puedo dejar de exigir amor perfecto a Dios, amor perfecto al prójimo, y perfecta santidad tanto en el corazón como en la vida. Nunca reduciendo ni un ápice de estas demandas, proclamo la maldición sobre todo transgresor y sobre la menor desviación de la perfección absoluta.
Pero aquí, creyentes, está vuestra seguridad, y este es vuestro consuelo: mis preceptos han sido plenamente obedecidos por Jesús, vuestro Sustituto. Esta obediencia la considero como muy superior a la inocencia intachable de vuestro primer padre en los jardines del Edén, y a la santidad de los ángeles en la gloria del cielo. Posee un valor infinito, y mediante ella soy grandemente magnificada (Isaías 42:21).
Este es vuestro consuelo, creyentes: que la maldición debida a vuestros pecados ha sido ejecutada sobre vuestro Santísimo Fiador; y que sus sufrimientos más amargos fueron más que suficientes para compensar vuestra miseria eterna. Como Él realizó esa obediencia inigualable y soportó esos sufrimientos sin paralelo en vuestra naturaleza y declaradamente en vuestro lugar yo estoy plenamente satisfecha, y vosotros estáis completamente justificados. Ahora, aunque no puedo dispensar la menor falta ni disimular vuestra debilidad, sin embargo, veo todas vuestras faltas cargadas sobre Emanuel; veo toda su justicia imputada a vosotros (2 Corintios 5:21). Por causa de Él os absuelvo de culpa; os acepto como justos y os declaro dignos de la vida eterna. ¡Salve, vosotros muy favorecidos del Señor! ¡Sois sabios, sois seguros, sois felices!
Mi Autor y vuestro Dios os ha declarado benditos; ¿y buscaré yo revertirlo? Vuestro Redentor ha muerto, vuestro Redentor ha resucitado; ¿y debatiré yo si la satisfacción fue hecha? ¿Cómo maldeciré a quien el Señor no ha maldecido?
Tal es el lenguaje de la Ley divina para el que cree en el Señor Redentor; y en ello, la justicia misma consiente mientras ambas acuerdan acelerar y asegurar su salvación eterna.
¡Qué razón tiene entonces el creyente para regocijarse con gozo inefable y glorioso! Regocijarse, no en sí mismo, sino en el Señor, su justicia. El gozo en el Señor es su privilegio exaltado (Filipenses 4:4); y la gratitud a Dios debería ser su ocupación constante. Porque en la obediencia del Redentor, no solo es perdonado y librado del castigo, sino que también es objeto de complacencia divina. Aunque en sí mismo sea repugnante por su impureza y vil como un muladar, cargado de culpa y expuesto a la ruina; sin embargo al estar interesado en esta justicia excelentísima, y revestido con este manto hermosísimo es declarado justo por la justicia infinita y considerado absolutamente limpio ante el ojo de la Omnisciencia (Números 23:22; Jeremías 15:20; Cantares 4:7; Efesios 5:27; Colosenses 1:22). Mientras estaba vivo para la Ley, la justicia en la que confiaba era sumamente imperfecta. No podía procurarle perdón para sus ofensas, ni paz para su conciencia; ni adornarlo para la gloria del cielo, ni protegerlo de la venganza del infierno; pero esta siendo realizada, consumada y ennoblecida infinitamente por nuestro Dios encarnado esta, oh creyente, ¡es todo en todo! Por ella tienes el perdón de los pecados y la paz con tu Creador, eres liberado de la muerte y tienes derecho a la gloria. ¡En esta justicia serás admitido a las bodas del Cordero, y en ella resplandecerás por toda la eternidad!
Pero, para que ningún pecador despertado se queje diciendo: “Aunque la justicia sea supremamente gloriosa, está completamente fuera de mi alcance”, debe observarse que la justicia misma, y todas las bendiciones relacionadas con ella, son dones de la más libre gracia. Pues todas fueron diseñadas, no para distinguir el mérito, sino para enriquecer al indigente y aliviar al miserable. Ven, pues, pecador tembloroso. Considera el testimonio de Dios acerca de Cristo como otorgándote un derecho indiscutible a confiar en esa justicia y a esperar las bendiciones. La declaración divina no excluye a nadie, no, ni siquiera al más vil que esté dispuesto a venir a Jesús (Juan 6:37; Mateo 11:29). Los crímenes más enormes y la mayor indignidad no son objeción alguna de parte de nuestro Salvador. ¿Por qué, entonces, habrían de serlo para ti? Recuerda, pecador despertado, que es a la gracia a quien debes acudir en busca de alivio; y la gracia, por su misma naturaleza, no se ocupa más que de los indignos. ¿Buscas salvación, una gran salvación? ¿Quiénes, entonces, son los objetos propios de tal favor? ¿Los santos? ¿Los justos? ¿Aquellos que pueden ayudarse a sí mismos? No, sino los culpables, los miserables, los que merecen la condenación. ¡Estos que los abatidos oigan y se regocijen! Y que la boca del orgullo incrédulo sea cerrada para siempre estos son los objetos apropiados de una gran, libre y divina salvación. Sobre tales, la gracia será magnificada. De tales, Emanuel recibirá la gloria que corresponde a Su nombre benéfico y encantador, JESÚS.
¡Que el Señor, el Espíritu, cuyo oficio es guiarnos a toda verdad y glorificar a Cristo, dirija las indagaciones de mi lector y satisfaga sus dudas! ¡Que muera para la Ley y para toda esperanza de justicia propia! Entonces, la Ley estará muerta para él. Unido en matrimonio al celestial Esposo, interesado en Su persona y dotado de Sus riquezas, “llevará fruto para Dios” (Romanos 7:4). Su mente será pacífica y su vida útil. Estará aquí acompañado de inviolable seguridad; más adelante, disfrutará de bienaventuranza inefable.
Algunos, quizá, estén listos para inferir: “Si los creyentes están muertos para la Ley, y la Ley está muerta para ellos, están totalmente en libertad de vivir como les plazca. Pueden pecar sin control de la Ley y sin remordimiento de conciencia. Su propia obediencia no siendo una condición para su perdón no teniendo participación en obtener el favor de Dios ni la justificación de sus almas no hay necesidad de ella. Pueden lanzarse a la licencia, y su estado será igualmente seguro su fin igualmente feliz como si fueran diligentes en el cumplimiento del deber y estrictamente abnegados.”
En respuesta a tal objeción ignorante y en refutación de tal suposición falsa, sólo observaré que el gran apóstol sacó una conclusión muy distinta de las mismas premisas. Porque dice: “Yo… estoy muerto para la ley, a fin de” ¿Qué? ¿Cometer iniquidad con avidez y pecar con impunidad? ¡De ninguna manera! Sino “a fin de vivir para Dios” (Gálatas 2:19).
La gloria de Dios es el fin último de nuestra existencia misma y de todo lo que disfrutamos. Todas las dispensaciones de la providencia y todas las bendiciones de la gracia armonizan perfectamente en lograr ese gran propósito. Pero las bendiciones de la gracia siendo mucho más gloriosas en sí mismas, más beneficiosas para nosotros y verdaderamente asombrosas en la manera de su comunicación están aún más plenamente adaptadas para responder a ese propósito sagrado. Así lo ve el creyente. Considerándolas adaptadas para cumplir tan alto fin, se deleita en ellas y está agradecido por ellas. Considerando que vivir para Dios es su deber, también lo estima su privilegio y desea hacerlo su ocupación constante.
Las personas de quienes hablamos se dice que “viven”. No viven solo por una vida animal y racional, sino también por una vida espiritual. Esta vida la recibieron de Cristo. Como está escrito: “Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán” (Juan 5:25). Así como recibieron su vida de Él, así también es mantenida por Él. Su permanencia, vigor y ejercicio dependen de su unión con Él y de la comunicación de gracia que de Él reciben (Juan 14:19).
Viven por la fe, pues así dice el oráculo del cielo: “el justo” el verdaderamente justo “vivirá”, disfrutará de todo su consuelo y realizará toda su obediencia, “por la fe” (Romanos 1:17). Para que no tengamos dificultad en determinar de qué fe se trata, el apóstol nos informa diciendo: “vivo por la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Vivo por la fe en Aquel cuyo amor hacia mí fue grande, incomparable e inexpresable, sino sólo demostrado en sus asombrosos efectos al entregarse como fiador por mí al golpe de la justicia y a la muerte de cruz. Es de Él, como mi Benéfico Sustituto, de quien proviene mi paz; es en Él, como absolutamente perfecto, en quien dependo para todo.
Asimismo, viven no para sí mismos, gratificando sus apetitos pecaminosos; no para el mundo, conformándose a sus costumbres corruptas y buscando su felicidad en él sino para Dios. Así como viven una vida de fe en el adorado Redentor, que proporciona paz a sus conciencias; también viven una vida de obediencia a su Padre celestial, que trae gloria a Su eterno nombre. Esta obediencia incluye un amor genuino hacia Él, y una conformidad consciente a Sus mandamientos.
La obediencia incluye el amor genuino a Él. El cristiano ama a Dios, tanto como Él es en sí mismo un Ser infinitamente amable, como por ser para él un Ser infinitamente lleno de gracia. Aquel que no ama al Señor ciertamente no puede vivir para Él. Pues no se puede considerar, con propiedad, que vivimos para alguna persona en particular o para algún fin en particular, a menos que nuestros afectos estén dirigidos hacia esa persona y nuestras aspiraciones encaminadas a alcanzar ese fin. Pero como el pecador que está muerto para la Ley, el creyente que está unido a Jesús, contempla la gloria de Dios en la persona y obra de Cristo, no puede sino amarlo con una suprema afección. Los atributos de la Deidad brillando a través de ese maravilloso medio y el velo de la ignorancia siendo removido, se postra ante la infinita Majestad y reverencia Sus perfecciones trascendentes así manifestadas. En el gran Emanuel, esas perfecciones aparecen temiblemente gloriosas, pero supremamente amables.
En la cruz, como en un asombroso teatro, contempla la misericordia y la verdad encontrándose, la justicia y la paz besándose (Salmo 85:10). Allí contempla a la veracidad ejecutando sus amenazas más severas con mano imparcial, y al amor cumpliendo sus promesas más selectas con la mayor prontitud; a la justicia reclamando sus derechos, y a la misericordia dispensando su perdón; la tremenda ira revelada, y la gracia soberana exaltada. Es allí donde aprende ese carácter divino: el Dios justo y el Salvador.
Contemplando la condescendencia y el amor de nuestro Fiador sufriente y sus asombrosos actos en la cruz, al mismo tiempo admira Su persona y confía en Su obra. Admira Su persona como enteramente deseable; confía en Su obra como absolutamente completa. En Jesús contempla la gloria del verdadero Dios. Esta gloria atrae su adoración y demanda su amor más sincero. Cuanto más contempla a su Dios, más lo ama; su mayor preocupación es no amarlo con una afección más intensa y constante. La carga de su mente es frecuentemente que pueda ser culpable de tal ingratitud hacia ese Ser sublime y benefactor, cuyas excelencias infinitas merecen todo amor posible, y cuya gracia ilimitada y liberalidad inmensa hacia un objeto indigno lo obligan eternamente a rendirle completamente su corazón y todo su ser.
El amor de Dios, siendo derramado en su corazón por el Espíritu Santo (Romanos 5:5), lo lleva a amar y adorar a su Creador, mientras que las imperfecciones que acompañan su más fervoroso amor hacia su Padre y su Dios se convierten en motivo de su dolor diario y de confesión penitente ante el trono de la gracia. Ahora comprende la propiedad de aquella máxima apostólica: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Esta llama divina, encendida en su pecho, lo hace vivir para Dios. El lenguaje de su corazón es: “¿Qué pagaré al Señor por todos sus beneficios para conmigo?” (Salmo 116:12).
Esa gloriosa gracia que estableció un fundamento tan firme en la muerte de Cristo para la paz de la conciencia del creyente, y que formó en su corazón el principio más noble para producir obediencia aceptable, le enseña y capacita para rendir una conformidad consciente a los mandamientos divinos. Habiendo sido comprado por precio (1 Corintios 6:20), ahora se considera a sí mismo como propiedad del Señor. Las facultades de su mente y los miembros de su cuerpo; los talentos con que ha sido dotado y el tiempo que se le ha concedido; todo lo que es y todo lo que tiene lo reconoce libremente como perteneciente a su Dios.
Siendo poseedor de facultades racionales y rodeado de las bendiciones de la Providencia, discierne sus obligaciones hacia nuestro generoso Creador y bondadoso Conservador con una claridad mucho mayor que cuando estaba en estado no regenerado. Sus facultades racionales, que antes degradó al servicio de designios viles en el servicio de Satanás, ahora desea dedicarlas a su Hacedor. Los favores de la Providencia, que antes abusaba para la satisfacción de apetitos detestables y prostituía a los fines más viles, ahora procura emplearlos para honrar a su generoso Donador. Siendo consciente de que es menos que merecedor del más pequeño de todos los favores divinos, de que todas las misericordias proceden de la gracia libre, y de que es responsable ante Dios por el uso o abuso de ellas, se esfuerza en utilizarlas correctamente, y en desempeñar el papel de mayordomo fiel en el uso de sus bienes temporales, para que, al hacerlo, pueda obtener la aprobación de su Señor. Ahora los pobres entre el pueblo de Dios, a quienes una vez pasaba por alto, reciben su compasiva atención y, conforme a su capacidad, reciben alivio de su mano. Esto lo hace por amor y en el nombre de su divino Salvador, estando plenamente convencido de que Él lo considerará como hecho a sí mismo (Mateo 25:35 36).
La causa de Cristo y el interés de la religión en general,
él está dispuesto a apoyar en proporción a sus
capacidades. Completamente convencido de que Jesús es el más
querido de los nombres y que Su causa es la mejor, con alegría
extiende una mano de ayuda, según la Providencia lo llame y el
deber lo requiera. Siendo ennoblecido con aquel honor que proviene de Dios
y heredero de riquezas eternas, no siente apego por las distinciones
mundanas ni codicia las riquezas pasajeras. Si abunda en bendiciones
temporales, se considera a sí mismo simplemente como un depositario
de ellas por parte del gran Señor de todo para un uso más
extenso. Si, por un giro en el curso de la providencia, cae en la pobreza,
la soporta pacientemente, sabiendo que Aquel que dio la abundancia tiene
derecho a quitarla cuando le plazca. Creyendo en la promesa: “No te
desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5), sabe que
todas las cosas cooperan para su bien (Romanos 8:28). El Todopoderoso se
ha convertido en su garante de seguridad, y en Él confía.
Jehová es su porción y se satisface en Él.
Así, en la medida en que su fe y su amor están en ejercicio, vive para Dios en el disfrute de las bendiciones providenciales y en el sufrimiento de las aflicciones. Pero como la fe del cristiano es muy a menudo como una caña cascada y su amor como el pábilo que humea (Isaías 42:3; Mateo 12:20), y como halla en sus miembros una ley que se rebela contra la ley de su mente (Romanos 7:23), sus muchas y grandes imperfecciones en estas y en todas las demás instancias de deber son causa suficiente de santa tristeza y confesión penitente ante el Señor todos los días de su vida.
Vive para Dios y disfruta de comunión con Él en las ordenanzas del culto divino. Mientras estaba vivo para la Ley y no regenerado, asistía a estas santas instituciones como deberes secos y de manera formal. Contemplar la gloria de Cristo y alimentarse de Su plenitud, tener la presencia de Dios y regocijarse en la luz de Su rostro, ni lo esperaba ni lo deseaba. Pero ahora nada inferior a eso satisface su mente. Sale de la casa de Dios y de los ejercicios del aposento privado con el corazón pesado si no ha contemplado a su Amado y experimentado algún grado de cercanía con Él (Salmo 63:1 2; 134:1 2; Cantares 5:6). El evangelio es un sonido gozoso en sus oídos y un cordial reanimador para su espíritu decaído. Se alimenta con deleite de la leche no adulterada de la Palabra, y su alma entera es refrescada por ella (1 Pedro 2:2).
Sin embargo, a menudo, ¡ay!, cuando participa en el culto divino, encuentra que sus pensamientos vagan y que sus afectos piadosos están apagados; las corrupciones de su corazón se manifiestan y Satanás lo ataca con horribles sugestiones, todo lo cual interrumpe su comunión con Dios y llena su mente de dolor. Está plenamente convencido, por experiencia repetida, de que lo mejor de sus deberes está contaminado de pecado y es completamente indigno de la aceptación divina. Más aún, tal es el sentido que tiene de sus vergonzosos defectos que a veces se siente tentado a pensar que sus servicios son más propensos a provocar la abominación que a ganar la aprobación de Dios. Sin embargo, no deja, ni puede dejar, de practicarlos, incluso en esos momentos sombríos.
Demasiado propenso es a olvidar, en esos tiempos desafortunados, que sus servicios, así como su persona, son aceptados en el Amado. Ya que nuestras personas son abominablemente pecaminosas y nuestros servicios extremadamente imperfectos, si no fueran purificados por la sangre expiatoria y presentados por la mano de nuestro gran Intercesor, no habría aceptación alguna para uno ni para otros. Nuestra aceptación ante Dios en todo sentido, tanto respecto a personas como a servicios, es únicamente en Cristo y por causa de Su obra. Es en Él como nuestra cabeza, y en virtud de aquella obra que Él consumó en la cruz, que nuestros pecados son perdonados y nuestras personas justificadas. Es a través de Él y en virtud de Su intercesión que nuestras más justas obras reciben la más mínima aprobación de parte de Dios. Tal es el fundamento de la confianza del creyente, tanto respecto a la seguridad de su estado como a la aceptación de sus deberes.
El cristiano, teniendo un sentido constante de tales imperfecciones, las confiesa frecuentemente ante el trono de la gracia y, por ellas, se humilla profundamente. Pero, aunque humillado en el polvo, mira a Jesús, su celestial Esposo. Habiendo recibido una nueva aplicación de la sangre expiatoria a su conciencia, es librado del temor servil y fortalecido para futuros deberes. Como criatura culpable, viene una y otra vez al flujo santificador que brota de las heridas de un Salvador crucificado; y de esta manera mantiene la paz en su mente. Consciente de su propia insuficiencia para realizar cualquier deber, para someter cualquier corrupción o para resistir cualquier tentación, busca fervientemente la ayuda del Espíritu. Así, la sangre de la cruz y el Espíritu de Cristo lo capacitan para vivir cerca de Dios como completamente justificado y para la honra de Dios como parcialmente santificado.
Tampoco se satisface el creyente con rendir la debida atención a los actos públicos de la religión y vivir para Dios asistiendo a ellos. Su deseo es cultivar una comunicación continua con su Padre celestial en el hogar y en el retiro privado, en todo momento y en todo lugar. Consciente de que siempre está bajo la mirada de la Omnisciencia y en la presencia de Aquel que escudriña los corazones, presta habitual atención a la disposición interior de su mente. Y no observa, sin verdadero dolor, los más secretos movimientos de la corrupción innata. Porque sabe que la más mínima desviación de la santa Ley es pecado; que el pecado más pequeño es aborrecido por la infinita pureza y absolutamente inexpiable por cualquier expiación que no sea la realizada por el gran Mesías.
Su deseo habitual, por tanto, es evitar el pecado como el mayor de los males y seguir la santidad como la salud y la belleza de su mente inmortal. No cree que sea suficiente estar libre de vicios escandalosos ni abstenerse de aquellas cosas que dañarían su carácter religioso ante sus compañeros de fe. No, su elevado objetivo es vivir y caminar con Dios de tal manera que su vida sea lo más semejante posible dentro de las limitaciones de este estado imperfecto al quehacer y la bienaventuranza de los santos en luz. Esa gloria inefable cuya plenitud espera gozar en el mundo superior desea anticiparla en esta vida. Y no son vanos estos deseos. Pues como está muerto para la Ley y vive para Dios como cree en Jesús y camina en los caminos de la santidad goza de las sonrisas del rostro de su Padre celestial y saborea las dulzuras del gozo celestial. Posee una prenda infalible y disfruta de una deliciosa anticipación de la felicidad esperada.
Recuerda que su tiempo aquí es breve y que el momento de su partida es sumamente incierto. Esto es un estímulo para la diligencia en el cumplimiento del deber y un incentivo para la vigilancia contra las insurrecciones del pecado interno y las incursiones de las tentaciones externas. Su deseo dominante es cumplir los mandamientos de Dios con puntualidad y como bajo la inspección divina, ocupar cada puesto en la vida de manera honorable para su santa profesión y hacerse útil a todos los que le rodean mediante una conducta celestial y un ejemplo resplandeciente mientras viva. Estar preparado cuando su Señor venga, estar despierto con su lámpara encendida cuando el Esposo llame (Mateo 25:1 13), son asuntos de infinita importancia en su estima.
Así como es el deseo de quien vive para Dios pasar su tiempo de esta manera y cumplir su deber así, también su principal objetivo en todo es la gloria de Dios. Esta trayectoria de obediencia y abnegación no se propone para obtener el favor divino ni para procurarse la gran herencia, sino para honrar a su Soberano eterno y Benefactor infinito. El perdón de todos los pecados, la completa reconciliación con nuestro Creador ofendido, la liberación de la ira venidera y la esperanza de la felicidad futura no son adquiridos por nuestros esfuerzos, sino concedidos gratuitamente por la gracia soberana. De esto está plenamente convencido el que vive para Dios. Por tanto, no abriga el más remoto pensamiento de obtenerlos mediante sus propios méritos. Pero, impulsado por la gratitud hacia el Redentor y el amor al bendito Dios principios poderosos y unidos , la gloria de la suprema Causa y el honor del divino Mediador constituyen su fin supremo. Este es el fin más elevado que podamos concebir. Los habitantes del mundo celestial, en todas sus órdenes maravillosas y en todos sus servicios más nobles, no pueden aspirar a algo superior. Y, no obstante, con tales sublimes propósitos debe actuar siempre el creyente en el cumplimiento de cada deber, en la resistencia a cada tentación y en la soportación de cada dificultad que pueda acompañar su camino de sincera piedad. Y con tales propósitos actuará, en la medida en que su mente sea iluminada y su fe esté en ejercicio.
Ahora bien, lector, ¿cuál es el tenor de tu conducta? ¿Para qué o para quién vives? ¿Es para el inmensamente glorioso Dios? ¿O es para ti mismo y para el mundo? ¿Dónde has puesto tus afectos? ¿A quién has dedicado tu corazón? Recuerda quién es el que hace esta tierna y justa demanda: “Hijo mío, dame tu corazón” (Proverbios 23:26). Sus excelencias infinitas te lo exigen como ser humano; y, si eres creyente, tus obligaciones son indeciblemente mayores. Porque, como tal, eres objeto de amor redentor y sujeto de gracia regeneradora. No te perteneces a ti mismo; fuiste comprado por precio. Si, pues, profesas ser cristiano, considera el significado de esa profesión. Al reclamar tal carácter honorable, profesas vivir para Dios. ¡Qué glorioso el carácter! ¡Qué noble la profesión! No deshonres ese santo nombre por el cual eres llamado; no deshonres esa vida que profesas llevar, no sea que te traspases a ti mismo con muchos dolores y causes que los enemigos de la cruz triunfen.
Es tremendo pensar cuántos hay que llevan el nombre de cristianos y profesan creer en el evangelio, pero que están muy lejos de vivir para Dios. El mundo tiene sus corazones. Acapara sus más ardientes afectos. El lenguaje de su conducta es: “¿Quién nos mostrará algún bien temporal?” o “¿Dónde hallaremos algún placer carnal?” Tales personas deberían recordar que ocuparse de las cosas terrenales, y ser amadores de los placeres más que de Dios, son características de los impíos en las Sagradas Escrituras (Filipenses 3:19; 2 Timoteo 3:4). Tales personas, sean quienes sean, son hijos de ira y, en el sentido más enfático, enemigos de la cruz de Cristo (Santiago 4:4; Filipenses 3:18). Su estado es sumamente peligroso; y, si la gracia no interviene, la destrucción eterna será su destino.
Lector, ¿es este tu caso? Si es así, debes reformar tu conducta o abandonar toda pretensión de cristianismo. No puedes obedecer a Dios y a Mamón. No puedes servir a Cristo y al mundo. Son amos opuestos y tienen intereses opuestos. Si profesas estar muerto para la Ley como pacto, debes vivir para Dios o contradecirte a ti mismo y blasfemar el evangelio. No imagines que tu estado es seguro porque has adoptado un credo ortodoxo y tienes una visión coherente de las verdades reveladas; pues podrías abrazar tales sentimientos y tener tal comprensión doctrinal, y, sin embargo, seguir siendo un rebelde endurecido contra tu Creador y un escándalo para la causa del gran Redentor. Podrías ser sabio en teoría y correcto en tus principios doctrinales, mientras que el estado de tu corazón y el tenor de tu conducta podrían estar fatalmente equivocados; porque es una verdad cierta que nuestro conocimiento religioso no nos será de utilidad sino en la medida en que eleve nuestros afectos a las cosas celestiales, mejore nuestro carácter y rectifique nuestra conducta. Podrías asistir a un ministerio evangélico, ser miembro de la iglesia visible más pura y tener un lugar en la Mesa del Señor, y aún así, después de todo, morir no regenerado y ser eternamente perdido.
Piensa, entonces, oh profesor carnal, qué figura tan horrenda presentarías entre los millones de condenados, si al final perecieras. El caso de los judíos impenitentes o de los paganos idólatras que finalmente perecen no sería tan terrible como el tuyo. Pensar en alguien que a menudo escuchó el evangelio, que profesó creer en sus gloriosas doctrinas y que frecuentemente recibió el memorial del cuerpo y la sangre de Cristo; pensar en tal persona que no vivió para Dios, sino en iniquidad permitida, y que murió en incredulidad, ¡es algo realmente espantoso! Pues el glorioso evangelio que tantas veces oyó será para él olor de muerte para muerte; y ese conocimiento superior del que se jactaba dará un terrible énfasis a su tormento y agravará su ruina eterna. Es de temer que, al final, muchos así serán hallados. ¡Cuídate, lector, de no ser uno de ellos!
¿Profesas no solo estar muerto para la Ley y creer en el evangelio, sino también vivir para Dios? Si es así, ¿cuál es el principio de tu obediencia, y cuál el fin por el cual la realizas? ¿Es el amor propio el principio, y la autopreservación el fin? ¿O es el amor a Dios y la gloria de su eterno nombre? Si es lo primero, todavía estás vivo para la Ley; si es lo segundo, es la obediencia que Dios acepta. El amor a Aquel cuyas perfecciones son infinitas, el amor a Aquel cuya gracia es ilimitada, es la fuente fecunda y deleitosa de toda obra verdaderamente buena.
Pero como amamos al Señor solo en proporción a nuestro conocimiento de Él, que sea tu constante preocupación aumentar en tu conocimiento de Él. Para ello, estudia la cruz de Cristo, pues allí resplandecen las glorias de la divinidad. Allí se exhiben de la manera más clara y aparecen con un aspecto atractivo. Esas glorias contempladas en el rostro de Jesucristo tendrán una influencia transformadora. Amarás a Dios; desearás ser como Él. Esto hará que el deber sea fácil y los caminos de la santidad, deleitosos. Odiarás el pecado, no solo como condenatorio, sino también como sucio y abominable. Entonces, por gratitud al Jesús ensangrentado y para el honor de la misericordia eterna, desearás obedecer cada precepto divino. Entonces no solo hablarás de vivir para Dios como un deber, sino que lo ejemplificarás en tu conducta. Harás evidente que amas a Dios y que glorificarlo es tu ocupación principal. A menos que evidencies esto en algún grado, todas tus pretensiones de religión vital y de cristianismo primitivo serán en vano.
Habiendo ya observado que el gran propósito de estar muertos para la Ley es que podamos vivir para Dios, procedemos ahora a mostrar que es imposible que aquellos que están vivos para la Ley como pacto vivan para Dios en una obediencia santa y aceptable. O, en otras palabras, que mientras un hombre busque su justificación en su propia justicia, no puede realizar obras verdaderamente buenas ni obediencia que sea aceptable a Dios. Esta afirmación puede parecer extraña y quizás sea rechazada por muchos como absolutamente falsa. Sin embargo, estoy plenamente convencido de que, tras un examen imparcial, se hallará que contiene una verdad importante. Como prueba de ello, ofrezco las siguientes consideraciones.
Remitámonos una vez más a esas palabras enfáticas que han servido de base para las secciones anteriores, porque en ellas se implica de manera clara y contundente la verdad que ahora deseo confirmar e ilustrar. Así leemos: “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios” (Gálatas 2:19). Cuando un escritor infalible afirma: “soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios”, ¿no está dando a entender, más allá de toda duda razonable, que mientras estaba vivo para la Ley, no podía vivir para Dios? Si esta expresión tiene algún sentido o se usa con propiedad, debe transmitir esa idea. Si hubiera podido vivir para Dios mientras buscaba justicia y vida por medio de la Ley, o antes de morir para ella, ¿qué razón sólida puede asignarse para que se exprese así? No se puede dudar que el apóstol tuvo tan buenas oportunidades y tanto celo como cualquier otro hombre para haberlo hecho si tal cosa hubiera sido posible.
Por tanto, considero humildemente que esta es una prueba nada despreciable del punto. El mismo autor inspirado, en otra parte de sus valiosos escritos, dice: “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (Romanos 7:4). Aquí se nos enseña que debemos estar muertos para la Ley antes de poder estar unidos a Cristo; y que debemos estar unidos a Él antes de poder dar fruto para Dios. El glorioso propósito y los felices efectos que produce la relación conyugal del creyente con Jesús están comprendidos en el hecho de dar fruto para Dios. Esa relación, por tanto, debe ser anterior a dicho efecto; y es evidente, según el pasaje, que nuestra muerte a la Ley precede al inicio de esa relación tan alta y honorable. Así como los hijos son llamados fruto del vientre (Salmo 127:3), así el apóstol insinúa que las obras aceptables a Dios, y que siguen a esta relación entre Cristo y el pecador, pueden compararse con una prole legítima. En consecuencia, conforme a esta representación figurada, las mejores obras que realicemos antes de estar muertos para la Ley y unidos a Jesús no pueden considerarse otra cosa que espurias y, por lo tanto, rechazadas por Dios.
En el mismo pasaje instructivo, se dice: “Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (Romanos 7:6). Según el sentido claro de estas palabras, parece que la Ley debe estar muerta para nosotros antes de que podamos ser liberados de ella; y que debemos ser liberados de ella antes de poder servir a Dios en novedad de espíritu (actuando desde un nuevo principio y con nuevas perspectivas, teniendo un espíritu nuevo y recto formado en nosotros). Pero este no es el caso de ninguno que esté vivo para la Ley. Aquellos que son liberados de la Ley aquellos para quienes la Ley está muerta, y solo ellos son las personas felices que así viven para Dios.
Que ningún hombre que esté vivo para la Ley puede vivir para Dios se evidenciará aún más si se considera que su estado es el de un criminal condenado. Mientras está vivo para la Ley, está bajo ella como pacto y, como transgresor, está expuesto a su poder condenatorio. Siendo de las obras de la Ley, y buscando la justificación por su propia obediencia conforme a ella, está bajo maldición (Gálatas 3:10). Su persona está maldita y su estado es condenable según el tenor de esa Ley en la cual busca vida. Esto es claro en la Escritura. Si, entonces, su persona está maldita, sus obras no pueden ser aceptadas. Si su estado, ante los ojos de la Ley, es el de un rebelde condenado, no se puede suponer que su conducta sea grata a los ojos del gran Legislador. Su estado debe ser bueno y su persona aceptada antes de que pueda vivir para Dios o glorificarle con obediencia santa. Nadie puede vivir para Dios ni realizar una obediencia aceptable mientras esté vivo para la Ley, porque no tiene unión vital con Cristo. Mientras se está vivo para la Ley, se está en incredulidad. Mientras se está en incredulidad, se permanece en el estado natural; y mientras se permanece en el estado natural, se es enemigo de Dios e hijo de ira (Romanos 8:7 8; Colosenses 1:21; Efesios 2:3; Juan 3:36). En consecuencia, no hay unión vital con Cristo.
Ahora bien, que nadie que carezca de unión con Él puede hacer buenas obras es algo que se desprende claramente de Sus propias palabras: “Separados de mí” sin una unión conmigo semejante a la de la rama con la vid “nada podéis hacer” (Juan 15:5). No podéis resistir la tentación con éxito, ni cumplir con el deber de forma aceptable; no podéis dar fruto alguno para la gloria de Dios. Aquí, nuestro Señor nos informa que el corazón humano jamás es influenciado por disposiciones santas, que la vida humana no puede producir buenas obras, hasta que el hombre esté unido a Cristo, del mismo modo que una rama no puede dar fruto valioso mientras permanezca separada de la vid. Por tanto, mientras las personas permanezcan en un estado de alejamiento de Jesucristo, ellas, con todas sus acciones, son como una rama rota y seca, apta solo para ser arrojada al fuego y consumida de la tierra. Antes de tener una unión viva con la gran Cabeza de la iglesia, no participamos del Espíritu Santo. Ahora bien, siendo este el oficio de ese sagrado Agente: iluminar el entendimiento entenebrecido conduciéndolo a toda la verdad, solo con Su ayuda podemos hacer lo bueno o tener el más mínimo deseo de hacerlo, conforme a lo que dice: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13).
“Sin fe es imposible agradar a [Dios]” (Hebreos 11:6). La fe aquí referida es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). Es aquella por la cual “el justo vivirá” y a la que se revela una justicia divina en el evangelio (Hebreos 10:38; Romanos 1:17). Tiene como objeto al Hijo de Dios y como fin la salvación (Gálatas 2:20; 1 Pedro 1:9). Pero todos los que están vivos para la Ley carecen de ella. Esto se evidencia en que: los que creen en Jesús, creen en Él como el que justifica al impío (Romanos 4:5). Los que están vivos para la Ley no tienen esa dependencia; es contraria a su perspectiva y a sus inclinaciones. Buscan establecer su propia justicia y obtener aceptación ante Dios por ese medio. Pasan por alto la provisión que la gracia ha hecho para los totalmente indignos y desprecian la justicia que el Mediador obró para justificar al impío. Al carecer, pues, de esa fe que purifica el corazón y obra por el amor siendo incrédulos, cuya mente y conciencia están contaminadas, y para quienes nada es puro (Tito 1:15) nada de lo que tienen, nada de lo que hacen, es aceptable a Dios. En consecuencia, no pueden vivir para Él ni glorificar Su nombre.
Siendo el amor a Dios el principio de toda obediencia aceptable, y la gloria de Dios el fin, el hombre que no actúa desde ese principio gozoso con miras a ese fin sublime no puede considerarse como alguien que vive para Dios. “Amarás al Señor tu Dios” (Mateo 22:37). “Y todo lo que hagáis, hacedlo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Pero quien está vivo para la Ley actúa desde un principio distinto y con un propósito diferente. Tal persona puede actuar desde el egoísmo o desde el orgullo farisaico; pero no puede actuar por amor a su Creador ni con el fin de Su gloria. Al ser ignorante de Dios, no puede amarlo (Romanos 10:3). Al estar en su estado natural, su mente carnal es enemistad contra Él (Romanos 8:7). Al depender de su propia justicia y aferrarse a la Ley para obtener vida, se rebela contra el evangelio y desprecia al gran Redentor.
¿Se abstiene de una vida externa de pecado? No es porque ame la santidad, ni por el sentido de la contrariedad que el pecado tiene con respecto a las perfecciones de la Deidad, que se abstiene de satisfacer por completo sus apetitos viciosos; sino porque teme que consecuencias desagradables resulten de tal conducta. ¿Asiste a ordenanzas religiosas? No lo hace por amor al gran Instituidor de ellas, ni porque se deleite en ellas como medios de comunión con Dios; sino porque se ama a sí mismo y espera, observando los mandamientos divinos, obtener el favor en el gran tribunal. Si su conciencia estuviera tranquila y su esperanza del cielo permaneciera sin estos servicios devocionales, los abandonaría sin dudar y dejaría su cumplimiento a otros. Un temor servil al infierno y una expectativa mercenaria del cielo son los principales motores de su conducta moral y religiosa, y la autopreservación es el fin que persigue.
En ciertas situaciones de la vida, un respeto por la decencia y la utilidad presente de una conducta moral puede refrenar las pasiones bajas e impulsar fuertemente a una profesión religiosa. Pero ya sea que evitemos el pecado y practiquemos el deber con la intención de obtener el favor del cielo y escapar de la miseria eterna, o con el propósito de alcanzar las ventajas de una conducta moral y la reputación de parecer religiosos es muy claro que estamos lejos de vivir para Dios mientras el afecto sincero hacia Él y la preocupación suprema por Su gloria no ejerzan una influencia predominante en nuestro corazón y nuestra vida. Por tanto, podemos concluir con seguridad que es absolutamente necesario que el hombre esté muerto para la Ley que renuncie a toda expectativa de justificación por su propia obediencia antes de que pueda vivir para Dios en el cumplimiento de deberes santos y en la práctica de la verdadera virtud.
Es conmovedor pensar en cuántos hay que, con una visión justiciera de sí mismos y un celo ciego, afirman con firmeza la necesidad de la obediencia personal para ser aceptados por Dios, y sin embargo no son capaces de realizar buenas obras. Ellos, en efecto, se imaginan a sí mismos como los mayores defensores de la santidad porque están firmemente apegados a la Ley como un pacto. Así como claman enérgicamente por la necesidad de vivir para Dios, también se complacen enormemente en una obediencia imaginaria a Sus preceptos divinos mientras que la doctrina de la gracia soberana, las declaraciones de un Salvador gratuito y una justicia consumada sin sus obras ni méritos son por ellos detestadas. ¿Y por qué? Porque suponen que tales doctrinas, una vez aceptadas, deben anular en todo sentido las obligaciones de la Ley divina y socavar los fundamentos de toda moralidad. De este modo, satisfacen su orgullo natural bajo el loable pretexto de tener un respeto superior por la Ley y un ferviente celo por la santidad.
Pero, si los argumentos ya presentados se basan en la verdad, la vanidad de tal pretensión es evidente. Pues de ahí se desprende que la doctrina de la gracia está tan lejos de ser licenciosa, que sin un conocimiento experimental de ella no podemos vivir para Dios ni realizar obra alguna que sea verdaderamente buena. Hasta que no se posea tal conocimiento, no tenemos fe en Jesús, ni amor por nuestro Creador, ni deseo de vivir para Su gloria. Es el evangelio, en manos del Espíritu, el que produce fe y amor en el corazón. Estas plantas de origen celestial crecen, florecen y dan fruto bajo su benigna influencia. Es el instrumento honrado, en la mano de Jehová, para iluminar al ignorante y reformar al libertino. Una experiencia de su poder hace que los caminos de la santidad sean agradables y que la práctica del deber sea deleitosa.
Sí, lector, cuanto más conozcas el glorioso evangelio, más amarás a su celestial Autor. Así descubrirás, por una experiencia creciente y gozosa, que así como nada en el mundo puede compararse con él para brindar alivio a una conciencia afligida, tampoco hay nada que iguale su capacidad para establecer el deber sobre una base sólida, imponerlo con motivos convincentes y dirigirlo hacia un fin digno. ¡Cuán feliz es, entonces, tu estado, creyente! Siendo aceptada tu persona por Dios, tus obras le son agradables. El recordar que tu trabajo no será en vano en el Señor es un noble estímulo para abundar y perseverar en el bien hacer. Tus obras de fe y tus labores de amor al ser frutos de una unión vital con Jesucristo e indicios de un corazón obediente y agradecido son sumamente agradables a tu Padre celestial. Ciertamente, debería ser tu ferviente deseo y constante empeño, como rama viva en la vid verdadera, dar el fruto más generoso en rica abundancia.
Oh creyente, es tu dicha tener perdonado todo pecado y removida toda maldición, creer en el Hijo de Dios y disfrutar comunión con Él. Tuyo es el privilegio de amar al Señor y buscar Su gloria, de cumplir con tu deber con la ayuda divina, y de ver tus servicios sagrados presentados a Dios y hechos aceptables para Él por medio de Jesús, tu gran Sumo Sacerdote. Tuyo es el alto privilegio de vivir para Dios. ¡Valora este privilegio; vive de manera digna de tu elevada posición y celestial vocación!
Como son relativamente pocos los que son capaces de vivir para Dios, si tú, lector, profesas ser uno de esos pocos, tus obligaciones para con la obediencia son muchas e inmensamente grandes. Harás bien, por tanto, en recordar que hablar de poseer ventajas superiores para la práctica de la virtud y, al mismo tiempo, vivir como vive el mundo en general, es una gran incongruencia. Pretender que crees en el Señor Redentor, que estás en un estado justificado y que tienes una comunión deleitosa con el Ser más excelso; que tienes un conocimiento claro de la verdad divina y una alta estima por las ordenanzas de Cristo en su pureza primitiva; pretender estas ventajas tan superiores mientras que la única diferencia perceptible entre tú y el mundo consiste en que sostienes un conjunto distinto de ideas o tienes diferentes formas de culto, es algo incoherente y vergonzoso. Si este es el caso, tu conocimiento especulativo de la verdad evangélica está siendo gravemente mal utilizado. Se ha convertido en combustible para el orgullo espiritual, mientras que tu conducta es un reproche constante al nombre que llevas y una deshonra vergonzosa a las verdades que profesas. En la medida en que nuestra luz sea más clara y nuestras ventajas mayores que las de otros hombres, nuestro ejemplo debe ser más luminoso y nuestra vida más útil.
Ya hemos observado que la Ley Moral puede considerarse ya sea como la fórmula del Pacto de Obras o como una regla de conducta. Bajo la primera consideración (como pacto de obras), hemos demostrado que los creyentes están muertos a ella y liberados de ella; que no tiene demandas sobre ellos, ni dominio alguno. Resta ahora considerarla bajo su segunda denominación (como regla de conducta). Aquí, por lo tanto, procuraremos demostrar que, como regla de conducta moral, merece y exige la atención sincera e ininterrumpida de todos los que creen.
Que la Ley pueda considerarse como la regla de nuestra obediencia en general aun cuando deje de tener reclamos sobre nosotros o amenazas contra nosotros como pacto es una verdad de gran importancia y fácil de comprender. Algunas personas, en efecto, no pueden o no quieren ver la Ley Moral bajo otra luz que la de un pacto. Imaginan que si se pierden las ideas de la recompensa que promete a la obediencia perfecta y de la maldición que proclama contra la transgresión, se pierde la idea misma de la Ley. En consecuencia, deben sostener que, cuando una persona es liberada de ella como pacto, ya no tiene relación con ella bajo ninguna consideración. Pero esto es un gran error, y cargado de consecuencias peligrosas.
Para aclarar este asunto, puede ser útil observar que la idea de la Ley como regla es anterior, en el orden natural, a nuestra concepción de ella como pacto. Pues el hombre, al ser formado como criatura racional y sujeto de gobierno moral, destinado a propagar su especie y capacitado para la vida social, necesitaba necesariamente una regla para su conducta, y que se le prescribieran los límites de su deber. Debía tener una regla que incluyera tanto su deber para con Dios como para con sus semejantes. Al considerar a la humanidad como una raza de seres racionales, su relación común con el gran Creador y su conexión inevitable entre sí parecen requerirlo necesariamente. Tal regla la tenemos en la Ley Moral.
La naturaleza de las cosas requería que una regla de este tipo, en cuanto a su sustancia, hubiera sido dada a nuestros primeros padres en el paraíso aun suponiendo que el Soberano eterno no se hubiese complacido en vincular una promesa de vida con la conformidad a ella. Como criaturas en estado de prueba, responsables ante Dios por el uso de todo su tiempo y el ejercicio de todas sus facultades, no podía ser de otra manera. Negar esto es suponer que Jehová podría haber creado un número de seres racionales estrechamente vinculados entre sí, y todos ellos en estado de continua dependencia de Él; y, al mismo tiempo, que habría sido consistente con todas Sus perfecciones no tener consideración alguna por su conducta, cualquiera que fuera, ya hacia Él o entre ellos mismos lo cual, en lo que respecta al bien y al mal moral, excluiría la providencia del mundo.
Pero aunque era necesario que nuestro gran progenitor, mientras estaba en estado de inocencia, tuviese una prescripción de deber o una regla para su conducta, no había, ni podía haber, ninguna necesidad que surgiera de la relación que tenía con Dios, que exigiera que esa regla de comportamiento tuviese la forma de un pacto. Sin embargo, tal fue efectivamente el caso. Su generoso Creador no solo le informó de su deber y le amenazó con castigo en caso de desobediencia; sino que, en la amenaza misma, se implicaba muy fuertemente que su obediencia perseverante sería recompensada con vida en una inmortalidad dichosa. El lenguaje de esa Ley bajo la cual se hallaba es: “El hombre que haga estas cosas [es decir, que practique una justicia perfecta], vivirá por ellas” (Rom 10:5). Así también nuestro Señor, refiriéndose a la misma Ley, dice: “Haz esto, y vivirás” (Luc 10:28). Esta promesa hecha a la obediencia da a la Ley la naturaleza y forma de un pacto.
Esta constitución, por lo tanto, fue un acto de condescendencia divina y de soberanía divina. La justicia infinita hacía necesario que una ofensa contra la Majestad del cielo fuera castigada; pero la obediencia más perfecta de una criatura que depende absoluta y perpetuamente del Creador no da derecho alguno ni al más mínimo galardón. Si nuestro gran progenitor, Adán, hubiera hecho todo lo que se le mandó, al final, el mismo Jesús siendo juez, no habría sido más que un siervo inútil. No podría haber surgido el más mínimo mérito del cumplimiento de su deber la obediencia perfecta es una deuda que todos deben a su Hacedor. En consecuencia, si nuestro primer padre hubiese permanecido en su estado primitivo, no habría tenido ningún derecho de reclamar al Soberano eterno pues sería absurdo imaginar que alguien deba ser recompensado por simplemente saldar una deuda justa. Existe, por lo tanto, una diferencia concebible, real e importante entre la Ley como pacto y esa misma Ley como regla.
Ahora bien, así como en el orden natural, y en las conexiones y dependencias necesarias de las cosas, la idea de la Ley como regla es anterior a la de ella como pacto, tampoco hay el más mínimo absurdo en suponer que, con respecto al creyente, pueda cesar completamente en cuanto a la obediencia personal perfecta que exige como condición de vida, y a la maldición que anexa a cada pecado, mientras continúa en plena vigencia como regla de sus acciones morales.
Que la Ley Moral es una regla de vida para los creyentes puede demostrarse por diversos argumentos. Presentaré ahora algunos pocos de los muchos que podrían ofrecerse a la consideración del lector.
1. Pablo
Pablo, encontramos aun en el mismo capítulo donde trata de manera más extensa y explícita sobre los creyentes estando muertos a la Ley, y la Ley muerta para ellos afirma respecto de sí mismo: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Rom 7:22). Ahora bien, cualquiera que sea la ley a la que aquí se refiere, nos informa que se deleita en ella según el hombre interior. Con esta expresión no se refiere al alma en contraposición al cuerpo, sino a la mente, considerada como renovada, en oposición a la corrupción de la naturaleza, aún presente. Esta ley, por lo tanto, no puede ser la ceremonial, pues esta fue abrogada por la muerte de Cristo. Tampoco puede ser la ley del pecado, ya que esa era su mayor carga, como se deduce del contexto. Ni puede ser la ley de su mente, o esa nueva y santa disposición que fue producida en su corazón en la regeneración; porque entonces el sentido sería: “Me deleito en la nueva disposición de mi mente, según mi mente renovada.” Ni puede ser la Ley Moral como pacto, pues de ella declara que estaba muerto.
Resta, entonces, que debe ser la Ley Moral como regla de su obediencia a Dios. En esta Ley, considerada de este modo, se deleitaba grandemente. Veía que era “santa, y justa, y buena” (Rom 7:12). Ese amor supremo que tenía por su Dios, y ese afecto ardiente que tenía por su prójimo, lo llevaban a estimarla altamente y a observarla con diligencia. Es más, cualquiera que posea el mismo principio santo y celestial no puede sino amar esa Ley que exige su ejercicio constante.
En otra parte de la misma epístola, exhorta claramente a sus hermanos cristianos a la práctica del deber presentándoles los preceptos y prohibiciones de la Ley Moral. Estas son sus palabras:
“No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley. Porque: No cometerás adulterio, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás; y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom 13:8 10).
Ahora bien, ¿con qué propósito hace uso el maestro infalible de estos preceptos y prohibiciones al exhortar a los creyentes a las buenas obras, si ellos no tienen nada que ver con la Ley? ¿Dónde está la coherencia, dónde la razón de hacerlo, si se supone que no es la regla de su conducta? Porque nadie que esté familiarizado con el evangelio puede imaginar que aquí esté imponiéndoles la Ley como un pacto de obras que prescribe el deber como condición de vida y, sin embargo, no hay otra forma de entenderla si se la descarta como regla de conducta.
Concluyo, por tanto, que el autor inspirado nos ha enseñado aquí, de manera muy enfática, que la Ley es una regla de vida para los creyentes. Ese mismo santo experimentado e incomparable hombre, al escribir a la iglesia en Éfeso, dice: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo.” Esta exhortación la refuerza añadiendo: “Honra a tu padre y a tu madre,” que son palabras de la Ley (Éxo 20:12), y “el primer mandamiento con promesa” (Efe 6:1 2). Ahora bien, ¿no es extraño, sumamente extraño, que el apóstol se refiera así a la Ley y mencione expresamente sus preceptos al exhortar al pueblo de Dios a cumplir con sus respectivos deberes, y que lo haga, no solo una vez, sino repetidamente, y a diferentes iglesias (ver Gál 5:13 14), si no la consideraba como la regla de su conducta moral? Si la Ley Moral hubiese sido completamente abrogada, si los creyentes hubiesen sido liberados de toda relación con ella, él debía saberlo. Pero si así fuera, resulta absolutamente inexplicable que hiciera uso de ella y promoviera sus mandamientos al escribir a una iglesia de Cristo formada entre los gentiles. ¿Qué? ¿Estaba el embajador del Señor tan escaso de motivos y argumentos para imponer los mandamientos de su divino Maestro, aun en las mentes de aquellos que profesaban estar sujetos a Él, que debía, para lograr su propósito, hacer uso de una Ley anticuada una Ley con la cual ellos no tenían relación?
Esto estaba muy lejos de él. ¡Lejos esté también de nosotros pensarlo! Aquel ministro de primer orden en el reino del Mesías estaba bien convencido de que la santa Ley era una regla para la conducta de los cristianos. Nuestro divino Fiador, habiéndole rendido el más alto respeto al cumplir con la obediencia perfecta que requería y al sufrir la terrible pena que amenazaba como pacto, Pablo sabía que merecía la más sincera e ininterrumpida consideración de parte de todos los que profesan creer en Jesús, en toda su manera de vivir. Sin suponer esto, no podemos entender ni la coherencia ni el sentido de que hiciera uso de ella al dirigirse a los creyentes.
2. Santiago
Tenemos un testimonio de la verdad que defendemos proveniente de la pluma de otro apóstol, el cual podemos considerar ya que se ajusta directamente a nuestro propósito. Santiago, en perfecto acuerdo con Pablo, dice: “Si en verdad cumplís la ley real, conforme a la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis” (Sant 2:8). Que se refiere a la Ley Moral no admite duda alguna; pues menciona expresamente uno de sus mandamientos principales. Ahora bien, dice: Si vosotros, creyentes, cumplís la ley real del amor mutuo sin hacer distinción entre ricos y pobres, entre altos y bajos, conforme a la Escritura en la que está escrito: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, bien hacéis. Actuáis de manera conforme a la voluntad de vuestro Padre celestial y al mandamiento de vuestro Señor divino, que es Rey en Sion. Los actos de bondad cristiana y de amor fraternal hacia vuestros semejantes y hacia vuestros hermanos en la fe, que proceden del amor a Dios y con el propósito de Su gloria, son buenas obras tales que el mismo Señor reconocerá como bien hechas (Mat 25:23). Aquí podemos observar además que, al amar a nuestro prójimo y al evidenciar ese amor mediante una serie de acciones adecuadas, debemos tener puesta la mirada en la autoridad que lo ordena y en la Ley que lo exige. Es la autoridad de Dios en Su Ley la que debemos considerar.
1. Otra regla en su lugar
Procedo ahora a confirmar esta verdad mediante otras consideraciones. Si la Ley Moral no es una regla de vida para los creyentes, entonces o se ha dado alguna otra regla nueva en su lugar, o no se ha dado ninguna. Si hay otra, podría presumirse que es más perfecta o menos perfecta que la contenida en la Ley Moral. Pero más perfecta no puede ser, sin suponer que la antigua, la eterna Ley, era imperfecta lo cual sería un absurdo blasfemo. Si fuese menos perfecta, la consecuencia es clara: no sería un sistema completo de deber; admitiría imperfecciones; toleraría el pecado. Pero imaginar que la sabiduría infinita diseñaría, y que la santidad infinita daría, tal regla para la conducta de criaturas racionales es absolutamente inconsistente con el carácter divino y está cargado de blasfemia. Tal regla, por tanto, se condena a sí misma y se hunde por su propio peso.
2. Ninguna regla
Pero si no hay otra, entonces se sigue, como consecuencia necesaria, que al no haber una regla que regule la conducta de los creyentes, estos no pueden ni obedecer ni desobedecer. Pecado y deber, en cuanto a ellos, son nombres sin sentido y sonidos vacíos; porque la obediencia presupone un mandamiento. Es igualmente evidente que, donde no hay ley, no hay transgresión (Rom 4:15). Pues ¿cómo podría ser pecado aquello que no está prohibido, y que por tanto no constituye la violación de ninguna ley? Pero si todas las irregularidades de carácter y conducta están prohibidas a los creyentes, y si se requieren de ellos disposiciones y prácticas contrarias, debe ser mediante una ley una ley que están obligados a considerar como la regla de su deber tanto hacia Dios como hacia el prójimo.
La opinión contraria representa al Santo de Dios como ministro de pecado. ¡Porque supone que Cristo ha disuelto toda obligación al deber en lo que concierne a Sus discípulos! Nada puede ser más falso, ni más deshonroso para nuestro Salvador. La satisfacción que Él ofreció a la justicia eterna libera a los creyentes de la condenación final y del castigo eterno; pero la naturaleza de sus acciones permanece igual. Todo afecto del corazón y toda acción de la vida que la Ley prohíbe y condena en los demás, es igualmente prohibido e igualmente culpable en ellos. Es más, siendo considerados bajo obligaciones adicionales, con un mayor conocimiento de su deber, y con motivos superiores para cumplirlo si hay alguna diferencia, al comparar cualquier impureza de corazón o irregularidad de vida, esta juega en su contra. Aunque redimidos de la maldición de la Ley, están obligados a observar sus preceptos; ni sería para su honra ni para su felicidad que fuera de otra manera.
Supongo que nadie que reconozca que la Biblia contiene una revelación divina negará que los santos y el pueblo de Dios bajo la antigua economía judía estaban obligados a considerar la Ley Moral como la regla de su conducta. Y sin embargo, es evidente que no estaban más bajo ella como pacto, ni más expuestos a su maldición, que los cristianos verdaderos bajo la dispensación del evangelio. Aquellos que creyeron en el Mesías prometido antes de Su aparición fueron perdonados y justificados, santificados y salvados, y eso por la misma gloriosa gracia y el mismo Mediador todo suficiente que todos los que han conocido al Señor desde que el Verbo eterno se hizo carne pues el camino de la justificación y la salvación ha sido uno solo y exactamente el mismo en todas las épocas (Rom 3:25).
Si, entonces, aquellos santos antiguos estaban obligados a considerar la Ley como la regla de su conducta moral, ¿qué razón puede darse para que los creyentes actuales no estén bajo la misma obligación? Especialmente cuando nuestro Señor ha declarado, de la manera más solemne y explícita, que no vino a abrogar, sino a cumplir la Ley (Mat 5:17): a cumplirla como pacto mediante Su propia obediencia perfecta y por medio de Sus más amargos sufrimientos en lugar de Su pueblo; y a imponer en sus mentes, con los motivos más poderosos, sus preceptos celestiales como una regla perfecta de deber. Así que, tanto si consideramos la Ley como regla de deber, como si la consideramos como pacto de obras, no ha sido anulada por la venida de Cristo, ni tampoco por la doctrina de la gracia; sino que, por el contrario, ha sido firmemente establecida y grandemente engrandecida (Rom 3:31; Isa 42:21).
Si los creyentes no están bajo el poder imperativo de la Ley, suponiendo que actúen en abierta contradicción con ella, no pueden ser acusados de pecar contra ella, ni pueden ser denominados transgresores. Por ejemplo, la Ley dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” es decir, con un afecto supremo y perfecto. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Estos son sus mandamientos principales; esta es la suma de la Ley (Mat 22:36 40). Pero si la Ley no es una regla de vida para el cristiano, si no está bajo su poder imperativo, entonces ya no está obligado a amar ni a Dios ni a su prójimo. En consecuencia, si se supone que no ama a ninguno de los dos, no es culpable ante los ojos de la Ley; porque donde no hay derecho a mandar, no hay autoridad para declarar culpable. Si, por tanto, el creyente no está bajo el poder imperativo de la Ley, sean cuales sean las disposiciones de su corazón o las acciones de su vida, no es transgresor de la Ley pues esta no tiene relación alguna con él. Tales son los absurdos escandalosos, y tal la blasfemia implícita, que resultan de negar la verdad que defendemos.
3. La experiencia cristiana
También podemos argumentar a partir de la experiencia del cristiano y de los dictados de su propia conciencia. Cuando reflexiona sobre las corrupciones de su corazón, las imperfecciones de sus deberes y la extrema pecaminosidad del pecado, ¿cuál es la norma con la que evalúa estas cosas? Debe tener alguna regla de deber; alguna regla debe reconocer en su conciencia, o no podría valorar las disposiciones de su corazón ni las acciones de su vida, como para juzgarlas buenas o malas, perfectas o defectuosas, ni sentir dolor o satisfacción al recordarlas.
Ahora bien, ¿qué otra regla puede ser esta sino la Ley Moral? ¿Acaso no es completa y adecuada para tal propósito? ¿Hay algún pecado que no esté prohibido hay algún deber que no esté ordenado por esa Ley que exige el ejercicio constante del amor perfecto a Dios y del amor perfecto al prójimo? ¿Puede el creyente declararse libre en el tribunal de su conciencia, cuando está convencido de que sus disposiciones o acciones son contrarias a ella? ¿O acaso las condena alguna vez como culpables, si no supone que hay en ellas algo prohibido por dicha Ley? ¿Se ha oído jamás que un cristiano diga de sus inclinaciones o acciones: “Declaro que estas son malas, aunque requeridas por la Ley Moral; y aquellas otras, que son buenas, aunque contrarias a ella”? Una pluma infalible nos ha informado que “por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3:20). Y su utilidad, en este sentido, no se limita al momento en que un pecador es despertado y convertido por primera vez. Es útil, en manos del Espíritu, durante todo el progreso de la vida cristiana. A medida que el creyente crece en gracia, percibe más de su pureza, y se humilla proporcionalmente bajo el sentido de su propia depravación. Si, entonces, aún es útil para un creyente el ser convencido de pecado y humillado por él; y si el pecado no es otra cosa que una “transgresión de la ley” (1 Jn 3:4), se deduce que esta debe ser la regla de su conducta moral.
La Ley, considerada como moral, se funda en la naturaleza misma de las cosas. Las sublimes perfecciones de Jehová, la relación en que Él se encuentra con el hombre como su Creador, Conservador y Gobernador, y la condición dependiente del hombre, junto con las bendiciones que recibe de su Hacedor, constituyen ese fundamento sobre el cual está edificada la Ley en lo que respecta a nuestro deber hacia Dios mediante el ejercicio del amor perfecto y el cumplimiento de la adoración santa. En cuanto se refiere al prójimo, la Ley se basa en la relación mutua en la que nos encontramos unos con otros en el estado actual de existencia. Por tanto, la estabilidad de esas bases sobre las que se edifica la Ley determina también la estabilidad de la obligación que le corresponde. Si las relaciones de las que surgen todas nuestras obligaciones para con Dios y para con los demás son firmes e inmutables, también lo son las obligaciones mismas pues las diversas relaciones y obligaciones coexisten. Siendo esto así, se sigue necesariamente que mientras Jehová posea perfección absoluta, y el hombre sea un ser dependiente mientras Dios sea Dios y el hombre, hombre esa Ley que exige amor perfecto a nuestro Hacedor es inmutable. Y mientras nuestra relación mutua se mantenga igual, no puede dejar de ser deber de todos amar a su prójimo como a sí mismo. En consecuencia, en la medida en que fallamos en cualquiera de estos aspectos, fallamos en el cumplimiento del deber y somos culpables de pecado.
¿Por qué desearía alguien quedar libre de la Ley, considerada como regla de conducta moral? No ordena sino lo que es justo, ni prohíbe sino lo que es injusto. Así como lo que requiere es digno de Dios y útil para el hombre, lo que prohíbe es aborrecido por Él y perjudicial para nosotros. Suponer que es posible que Dios apruebe aquello que la Ley condena sería una flagrante deshonra para Su carácter divino. Imaginar que los hombres podrían practicar tales cosas sin dañar sus propias almas es un error fatal. Además, ¿acaso no es el propósito del Espíritu Santo, en la regeneración de los pecadores, producir en ellos un deseo habitual de hacer lo que es correcto? Pero ¿pueden considerarse correctas aquellas disposiciones o acciones que son contrarias a los atributos de Dios o incompatibles con un reconocimiento apropiado de los mismos? Cuando el Soberano divino manifiesta Sus perfecciones, manifiesta Su gloria; en la medida en que reconocemos esas perfecciones de manera adecuada, lo glorificamos. Ahora bien, como la Ley no nos exige otra cosa que tratar a Dios como Dios, y a nuestro prójimo como a nuestro prójimo en otras palabras, como sólo nos exige tratar a los objetos y cosas según lo que son por naturaleza y según la relación que guardan con nosotros sus preceptos y prohibiciones deben ser inmutables, y la regla permanente de la conducta moral del cristiano.
Debe reconocerse, sin embargo, que una conformidad completa con esta elevada y celestial regla es algo que ni el creyente más santo y fervoroso puede alcanzar. Una santidad personal perfecta no es alcanzable por los mortales. Porque “si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1:8). No obstante, la Ley no deja por eso de ser la norma del deber, ni deja de ser la regla por la cual debemos andar, como si pudiéramos observarla con la mayor puntualidad. Por tanto, todo aquel que profese fe en Jesús debe esforzarse al máximo para que sus disposiciones y acciones se ajusten a ella tanto como le sea posible. Este es su deber indispensable; y esto, si es un cristiano verdadero, será su más ardiente deseo.
Ni tiene el verdadero creyente objeción alguna contra ella, ni temor alguno de ella, considerada así. Ya no es una “ley de fuego” (Deut 33:2), tronando anatemas y fulminando venganzas contra él. No, es suave y amable. Ve que sus preceptos son sumamente beneficiosos y que sus prohibiciones son perfectamente justas. No desea que se alteren. El amor a Dios y al prójimo es un compendio de sus preceptos; y en el ejercicio de ese amor desea abundar. En cuanto a sus prohibiciones, sabe que lo que prohíbe le perjudicaría si lo siguiera; por tanto, considera su felicidad abstenerse de ello. La nueva disposición, recibida en la regeneración, se expresa en amor a Dios y en obediencia a Su Ley como pura y santa. El evangelio le proporciona los argumentos más fuertes y los motivos más atractivos para abundar en obediencia, mientras que es su ferviente oración que el Espíritu de gracia le conceda asistencia eficaz para el cumplimiento de cada deber. Su mayor tristeza es no reproducir con mayor constancia y perfección los sagrados preceptos en su conducta, y no hacerlos resplandecer en su propio ejemplo.
Además, el creyente contempla la Ley no en las manos de Moisés y rodeada de las llamas del Sinaí sino en las manos de Aquel Príncipe de paz que es Rey en Sion. Ve que el amado, el adorable, el ascendido Jesús, habiendo cumplido sus elevadas demandas como pacto y habiéndolo liberado de su temible maldición, ahora la emplea como instrumento de Su benigno gobierno, para el bien de los redimidos y la gloria de Su propio nombre eterno. En manos de Cristo, es un amigo y una guía, que señala el camino por el cual el cristiano debe andar, para expresar su gratitud a Dios por Sus beneficios y glorificar al Redentor. También le muestra cuán imperfecta es su propia obediencia, y así es un medio bendito para mantenerlo humilde a los pies de la gracia soberana, y completamente dependiente de la justicia de su divino Sustituto.
Ahora bien, lector, ¿qué piensas de la Ley como regla de conducta moral? ¿Te resulta agradable, deleitosa? Es en vano que profeses conocer el evangelio de la gracia si sigues siendo enemigo de la Ley santa. Pues así como la Ley, en su forma de pacto, es el medio designado para convencer al pecador despreocupado de su necesidad de aquella justicia que se revela en el evangelio para justificación delante de Dios, así también el evangelio, al ofrecer un alivio adecuado a la conciencia afligida, es el instrumento bendito que reconcilia al creyente con la Ley como regla de conducta, para que su fe sea evidenciada ante los hombres.
Así, la Ley y el evangelio se sirven mutuamente, mientras ambos coinciden en promover la felicidad de los redimidos y la gloria de su divino Autor. Por lo tanto, quien no presta una atención habitual a la Ley en una vida de obediencia, no tiene experiencia del evangelio como fuente de consuelo. Así como pisotea la autoridad divina que se manifiesta en la primera, también desprecia la gracia infinita que se revela en el segundo. Tal persona es enemiga de ambos, y su condición es verdaderamente lamentable.
Recuerda, lector, puedes hablar todo lo que quieras sobre la santa influencia de los principios evangélicos, pero los adversarios del evangelio nunca te creerán si no ven la verdad de lo que dices ejemplificada en tu propia conducta. El sentido de las observaciones que hacen sobre tu manera de vivir es: “Tú, que hablas con tanta fluidez y seguridad sobre las doctrinas de la gracia y la necesidad de la fe, déjanos ver qué influencia tienen estas doctrinas en tus propias disposiciones y en tu comportamiento. Muéstranos tu fe por tus obras” (Sant 2:18). Esta es una demanda razonable. Tienen autoridad para hacerla. ¡Ay, ay del que profesa la verdad evangélica cuya conducta no corresponde con esa demanda! Porque si nuestra conducta es inconsistente con nuestra profesión, pronto seremos tratados como los peores enemigos de Cristo y de Su causa.
¿Eres creyente en Jesús? ¿Alguien que conoce la gracia de Dios en verdad? Tienes los motivos más puros y más fuertes imaginables para tener en estima la Ley. ¿Acaso el Hijo del Altísimo hizo todo lo que tú estabas obligado a cumplir como condición de vida, y sufrió todo lo que tú estabas condenado a padecer como pena por la desobediencia? ¿Hizo y sufrió todo esto en tu lugar, para obtener una salvación plena, final y eterna para ti, pobre pecador que perece? ¿Expresó Él Su aprecio por la Ley como pacto, no con palabras, sino con hechos con hechos que asombran al universo? ¿Y tú vas a mostrarte reacio a manifestar tu amor por la Ley como regla de deber moral, mediante una conducta seria, santa y celestial?
¿Obedeció, sangró y murió murió una muerte maldita Aquel a quien los ángeles adoran, para que se cumplieran plenamente las demandas de la Ley como pacto? ¿Y te parecerá difícil negarte a ti mismo, vencer tus corrupciones y andar conforme a esta regla celestial? ¿Es el clamor popular contra el evangelio genuino que “anula la ley”, y no será tu constante ocupación y ferviente oración observar los sagrados preceptos de manera que seas una refutación viviente de esa detestable calumnia? ¿No coinciden la razón y la conciencia, la Escritura y la experiencia, en mostrar la conveniencia, la utilidad, la necesidad de conformar tu vida a la Ley como regla?
Oh creyente, ¡tuyo es el estado dichoso! Que tu vida sea santa. Que se vea que, aunque estás muerto a la Ley como pacto, aborreces las cosas que ella prohíbe y te deleitas en las que ordena. Entonces cerrarás la boca de los que contradicen; entonces glorificarás el nombre de tu Dios. Amén.